sábado, 21 de mayo de 2011

en busca del día

1
Se fue en busca del día: antes y en puntillas, con el cuerpo hacia adentro, se introdujo al departamento para comprobar que la mojis no estuviera.

Ocho de la mañana: desde hace diez minutos ella debió haber salido. La mojis, su compañera de casa era predecible, en lo que hacía y decía. Se despertaba siempre a la misma hora, hasta en domingo: siete con veinticinco minutos. Unos únicos pantalones grises la acompañaban a pasear a su mascota. Sus comidas variaban entre pollo y arroz blanco; carne molida con pasta; ensalada de atún con verdura de lata. En el refrigerador no escatimaba el concentrado de jamaica y la variedad de mermeladas. Su desayuno habitual, pan blanco con mantequilla y tres cucharadas de jalea de algún sabor común o nuevo en el mercado.

Un sábado cualquiera mientras la mojis caminaba a su mascota Soledad amaneció, amaneció en un sábado cualquiera con la boca y mente acartonada. Hambrienta se lanzó al refrigerador y robó una cucharada de cada sabor de las mermeladas de su compañera: frambuesa, manzana, naranja, moras azules y fresa. Todas fueron a dar a la última tortilla de harina de las que había hecho llegar su mamá con la visita de la tía Estela. Una sola cucharada de cada frasco para evitar que la mojis se percatara del hurto. Desde el primer día la mojis había indicado a cada una los estantes de la alacena y los del refrigerador. Compartían el departamento y nada en realidad.

La deshidratación traía a Soledad entre garras. Tomando grandes tragos de una botella de litro y medio de agua, empezó a deshojar ciertas prendas del tubo del clóset. Sobre una silla pescó una de las mochilas al fondo, tosió un poco y la aventó también a la cama. Adentro fueron a dar unos pantalones negros, tres camisetas, un suéter, una chamarra, tres calzones, dos brasieres, sudadera y pantalón corto para dormir, cuatro pares de calcetines y un listón para el cabello.

En el baño la luz que se deslizaba por las ventanas descubrió su piel desierta – una imagen cercana a los paisajes de su tierra – ojos rojos – mirada de un hombre seco en pleno centro – labios de iguana – de vieja olvidada. Lavó sus dientes, se llevó el cepillo y la pasta a una pequeña bolsa de plástico y también a la mochila.

Pretendía dejar un paso fantasma por el departamento, como si el tiempo no se hubiera atrevido a seguir mientras ahí estuvo. Rara vez pero puede pasar, el tiempo como cómplice. En su cuarto, en la cama cubrió aquellas almohadas muertas y salió como si nada (como si nada significara algo). En la puerta se detuvo un segundo con carácter de varios minutos. Escuchó las campanitas. Allá abajo, en la salida se precipitaba la mojis con su perro. Decidir: entrar de nuevo y esconderse en el cuarto; o bajar los cuatro pisos desencadenar un saludo, lanzar un poco de ficción y seguir su camino; o subir y resguardar su imagen en la azotea. Trepó un piso más, escalando de dos en dos hasta el fondo azul entre tendederos de arco iris en telas. Contó los segundos y esperó un poco más. El estruendo de un camión le generaba la señal. Un dos tres: rápido, fuera, de uno en uno, cruzó su piso aliviada y los otros tres casual. A las ocho con cuarenta minutos se posó sonriente sobre la banqueta. Era preciso ir por un café innecesario. Camino a la tienda acabó con una pequeña botella con agua que adquirió en la esquina, inútil para acabar con el fuego que en su boca ardía, inútil para resbalar la noche anterior de su garganta. En la tienda tomó el vaso para el café, en vez de negro, lo llenó de capuchino regular, moka, vainilla francesa, chocolate extremo y café regular. Dejó estragos de todos los sabores en las rejillas de la máquina. La mirada de la cajera reclamó y la voz preguntó qué sabor había elegido – alguna vez su madre la regañó por “jugar” con la fuente de refrescos – entonces – capuchino, contestó. La otra le entregó tres pesos de cambio y un ticket que fue a parar al bote de basura. Salió hacia la estación del metrobús.

La señorita ahí decía no con su cabeza, velaba por la seguridad de cientos de pasajeros, frente a ella una joven cargando una mochila y un gran tamaño de café donde el pulso de aquella precipitaba una tormenta vaso adentro. Tendría que terminarse su bebida antes de introducirse al transporte público. La jovencita suspiró y le alzó los ojos. Media vuelta, ya.

Se sentó en una banca de concreto improvisada mientras sacó la información de aquel lugar. A dónde ir, qué visitar, dónde hospedarse, qué comer, dónde comer, museo de esto, museo de aquello, museo nuevo. Ya se atragantaba todas las actividades pero aún estaba kilómetros horas de su destino. Con la lengua escaldada, tres litros de orina en su vejiga y el aliento a máquina dispensadora de café se presentó nuevamente al escrutinio de la señorita, esta vez la encargada fue quien le alzó la mirada. La joven entró a la estación, al metrobús y recorrió seis de aquellas. Se bajó y ahora iba sobre el metro pasó siete de éstas. Salió del metro y ahora corrió hasta los baños de la estación de camiones con los afortunados tres pesos que introdujo en la grieta hacia el alivio. Compró el boleto, esperó diez minutos, mientras veía cajas de cartón y gente, mochilas y gente, gente y gente. Veía su boleto, como el de un concierto añorado. Entró al camión, se sentó en el número 24 prendió su reproductor de música y cerró los ojos fingiéndose dormir. Después de semejante vaso de café en polvos más bien podía tomar el camino corriendo que inundarse en sueños.

En el camino la gran ventana presentaba esa nostalgia. El centro del país no era como el norte y ella descubría. Para qué buscar siempre lo mismo, exactamente hoy había apostado por algo distinto.

A la vista primero el derrame de edificios grises en varios tamaños. Maquetas de estudiante de arquitectura improvisadas a las afueras de la ciudad. Esas líneas divisorias de azul claro en lo alto que se quiebra entre rectángulos grises, donde aún invaden curvas de verde y hasta abajo una gruesa línea recta de gris opaco.

Hoy todavía no es, no quiere que sea, Soledad quiere encontrarlo.

Casi una hora había transcurrido, se encontraba con una paleta de tres colores: azul, verde y gris. Aparecían algunos animales por poco exóticos, vacas y cabras que solo reconocía en carne cruda, asada o fotografía. Recordaba mejor su sabor que esa imagen de ser vivo caminando en el pasto.

Vislumbraba personas libres en extensiones inacabables de terreno, ellos que podían asegurar que el cielo no era recto. Personas cuyo día comenzó hace horas mientras el suyo lo detenía para el momento.

Abrió sus ojos a tal frenón y ya estaba físicamente en el lugar. Apagó el reproductor de música, acomodó su asiento y descubrió la ventana. Ahí estaba su día. Se le hacía tarde para ir por él.

Actuó como todos dentro del camión: imagen moribunda, intentos de paciencia cuando sientes capacidad de romper la gran ventana y saltar de aquel encierro incoherente, si ya has llegado para qué seguir en una maquinaria que no anda más. Lentamente se levantaban los otros cuerpos. Jalaban entorpecidos sus mochilas, bolsas, maletas, aparentando no querer golpear. Descendían como gigantes sin calcular sus pasos y dos tiempos debajo del ritmo habitual. Pisó la tierra nueva, sintiendo un terrible dolor de cabeza que punzaba de expectativa.

Pequeños brincos la llevaron como caperucita a la salida del bosque de la estación. Abordó un taxi, saludó como una gran amiga y el chofer respondió mejor. Comenzaron las preguntas de turista: dónde me recomendaciones para dormir, para comer, para reír, para tomar (otra vez). El acento del conductor provocaba dudas en la comprensión de las palabras pero agregaba folclor a la visita. Romero, el taxista, hablaba de la ciudad como su dueño mientras se dirigían al ombligo. En busca del día, aunque Romero esto no lo sabe, qué significa si ya casi es hora de la comida. Pasaron por unas nieves de garrafa a las que ella no pudo aguantar un gesto de antojo. Romero se detuvo, ella bajó y subió cargada de dos vasos. Nuevamente por las calles, pero ahora ambos con su nieve, ella de tres leches, él de nuez con cajeta. Había tráfico pero los carros avanzaban. Romero hablaba de la señora, su señora, con respeto o indiferencia. Explicaba que cada quien andaba por su lado, en su casa, en su cuarto y su cama. No era originario de la ciudad pero tenía 27 años formando parte. Soledad anonadada por los edificios, los colores, las personas, se sentía en su país con los ojos de extranjera – si le interesa ir a algún lugar nomás me marca o’rita le doy mi número, nomás ahí le encargo una hora antes p’arganizarme – Romero hablaba lo suficientemente para que la nieve escurriera por sus dedos. Ella jugaba con el vaso vacío mientras sacaba su cabeza por la ventana como un perro. La ansiedad la invadía, le dijo a Romero que en donde sea, como sea, ella buscaría, caminaría hasta encontrar. Encontrar, el verbo del cual se había apropiado completamente por esas veinticuatro horas. Romero quería continuar con su monólogo hasta terminar el frío y dulce contenido del vaso en mano. A punto lanzarse del auto, Romero se detiene alarga un cincuenta de cambio y ocho dígitos de su celular que Soledad banalmente apunta.

Caminó hacia arriba y regresó. Se dejaba guiar por la intuición, la gente la llamaba, las tiendas le guiñaban los ojos, el horizonte y la libertad de lo desconocido. Se enamoraba de las niñas y de sus madres. De los señores morenos, cabello de espuma blanca, manos agrietadas. Se sentía parte de una familia que abarcaba toda la acera. Iba sin saber a dónde. Pero no tampoco podía preguntar: disculpe ¿no sabe dónde está mi día? No lo encuentro.

Después de algunos intentos encontró el lugar perfecto para dormir. Era un hotel que parecía haberse estrenado hace poco. Un edificio remodelado y ajustado para hacer las veces de estancia. Techos de vidrio, altos, que dejaban asomar la luz del sol o la luna. Arcos entre espacios. Ventanas grandes en cada cuarto. Un edificio que tenía una historia no más real que la que aquí se cuenta, una pareja de gobernantes habían bailado un vals en la década de los setentas pero del siglo XIX.

Le entregaron la tarjeta llave a su pequeño y demasiado espacio. Entró a descubrir un perfecto cuadrado con cama individual, un escritorio demasiado delgado para ser escritorio, piso de mosaico anaranjado. Abanico en la profundidad del techo, aspas de un helicóptero en lo alto. Un escalón que daba entrada al baño donde realmente no habría manera de estar más que de pie. Todo en blanco con sus miniaturas de champú, jabón y crema humectante.

Después de lavar sus dientes, abrió el curioso único cajón de ese universo. Encontró un iluso nuevo testamento partido por la mitad, esperando a ser leído.

Atrás las ensoñaciones enfrente la búsqueda por el día que poco a poco se iba convirtiendo en momento.

Salió del hotel disfrazada de niña bonita y feliz. Un vestido azul con diminutas flores la cubría. La pregunta la tomaba de la mano, cómo buscar. Solo caminar. Caminar y caminar. Calles empedradas hacia arriba la alejaban del centro. Regresaba y camino abajo descubrió el platillo típico de la ciudad. Nerviosa con los olores que se confabulaban y el miedo de prever que la búsqueda podía terminar cruzó la avenida, se sentó bajo una sombrilla naranja que cubría con sombra el espacio de al lado. Tomó partículas de aire con olor a fin, le depositaron la carta en lugar del plato. Su decisión era predecible pero quiso redundar y se la hizo llegar a la joven mujer adornada con sonrisa tímida, ojos cafés chocolate amargo. Como antes se ofrecía el escenario, como virgen piernas abiertas esperando a ser contemplado, y ella, se ofuscaba a las páginas de otro lugar, inexistente pero delineado. Escribía en la servilleta recolectando pensamientos en pedazos de papel barato.

La joven mesera la extrajo de aquellas letras con la tradición del lugar convertida en alimento, lo depositaba frente a ella con los labios alargados como si escondiera en las comisuras el no haber resistido probar un poco en el camino.

Frente a ella el día o el momento, servido en plato de plástico blanco, perfecto en sus colores. Aroma inabarcable. Aquella ración era más su país que sus manos. No quería deshacerlo, no quería que caducara la imagen menos el sentimiento. Como esos segundos antes del beso. Tomó el tenedor, violó la castidad de aquel platillo, arruinó el momento.

Terminó el platillo casi contenta, tomó sorbos de agua de arroz que llevaban al olvido aquella cercanía con el lugar. Tenía que continuar la búsqueda, su búsqueda, pero la comida la había insertado por fin en el paisaje, en limbo de la satisfacción instantánea, solo quería seguir observando y formando parte…

Un hombre en huesos pasó frente a ella, la divisó y se regresó a mostrarle un pequeño y corrugado papelito el cual en letra ilegible mostraba el nombre de algún centro de rehabilitación, con un el logo dibujado por un niño o por el mismo bajo algún efecto o en plena rehabilitación. La mirada del hombre, alejaban sus palabras, sus ojos, dos vacíos la invitaban a navegar en ellos. Méndigos, prostitutas, vagabundos, yonkis, drogadictos, alcohólicos. Entre mayor era la distancia con esa realidad mayor era la atracción. Soledad iba y venía por ese mar de mirada cuando el extendió la mano. Roberto se llamaba, adicto a la heroína y tres años limpio. Soledad lo invitó a sentarse y tomar un refresco. Él, la pensó por algún tiempo como si tuviera una reunión importante en esa misma hora. Finalmente sus huesos en brazo jalaron con esfuerzo la silla y se sentó frente a ella. Qué haces, de dónde eres, cómo te apellidas, cuántos años tienes, qué estudiaste. Eran preguntas de otra realidad, no ésta. Roberto tomaba el refresco del color de su mirada y lentamente daba tragos a ese contenido en la botella de vidrio, como si fuera un dulce que no deseaba acabase. Ambos en silencio. Soledad en silencio. Sobraban las palabras. Cuántas veces no había añorado ese silencio con su pareja, esa comodidad en la ausencia del intercambio de frases. Cada quien con las suyas, cada uno observando mientras traducía a imágenes esas ideas prematuras. Aquí comenzó el día.

Roberto conoció a Herminia a sus diecinueve años. Pensó que esa primera vez sería la única. Era joven, estaba por ser admitido en el puesto de almacén de una tienda departamental, al día de hoy, no sabe si fue aceptado. Una noche con sus amigos mientras tomaba una séptima cerveza, uno de ellos se marchó en busca de Herminia, cuando regresó quiso presentárselas a todas. Herminia, sobra decir que era hermosa, un misticismo la envolvía y le generaba adicción a cualquiera el verla. Roberto se enamoró. Pero pensaba en ella como de cualquier mujer solo será algo de una noche. Herminia lo tomo del brazo y no lo dejó por siete años. Una relación tormentosa. Envueltos en un remolino de inconsciencia. Nunca era suficiente lo que cada uno daba. Siempre el otro buscaba más. Obsesión por mayor amor o placer, que en este caso, era lo mismo. Roberto sabía que si no dejaba a Herminia, ella lo seguiría consumiendo, Herminia era de muchos y no solo de él, Herminia era fría pero alegre, pero de una eterna hermosura. Mala en su trato, pero de buenas intenciones. Roberto la dejó y no hay un solo día en el que piense en ella, la falta que le hace, las ganas de vivir que le inyectaba.

Soledad no supo esto de la boca de Roberto, él solo se terminó su refresco mientras vagaba su mirada, de pronto volteó con Soledad y ella le sonrió, le devolvió media sonrisa. Soledad se ubicó en tiempo y espacio, pagó por la comida, el agua y el refresco y alargó el billete de liberación hacia Roberto. Quien volvió a generar el mismo gesto en automático, víctima, se levantó y se marchó. Soledad lo vio partir. Aquellos huesos parecían dirigirse al ocaso de la muerte, ya sentía su ausencia, demasiado aire ocupaba su mesa. Se levantó y se fue al lado contrario. No volvería a verlo. El mundo no es muy chiquito, es inmenso y de vez en cuando caprichoso y absurdo.

Caminando se encontró con un centro comercial, plagado de franquicias americanas, mexicanas, películas taquilleras y personas que se reflejan en el piso. El centro comercial había sido construido hace algunos años, y hace menos se habían encontrado con estragos de antepasados bajo el suelo. Una gran ventana al suelo te insertaba en suspiros de nada, indiferencia.

Caminó al exterior contrario del centro comercial, un gran jardín se abrió ante sus ojos y princesas. Pequeñas mujeres en vestidos de cuentos de hadas, a paso lento por los intestinos de aquel lugar. Detrás de ellas un joven o varios acompañantes cubiertos de espinillas vestidos de traje o marinero.

Apareció. Uno de esos hombres que se desparraman en letras. Un tipo de un metro, ochenta. Con grandes pies que parecían hacer temblar las hojas de los árboles a cada paso. Voz de abeja la cual aseguraba que él, personaje con un atuendo muy teñido al cuerpo, él era un poeta. Se inclinó presentando su nombre y entregando sus metáforas. Aristóteles la tomó de la mano y mientras caminaban por ese extenso terreno en verde el se expresaba demasiado. Hablando del astro azul que en su muñeca tenía Soledad amarrado. Cualquier combinación de palabras. Soledad dio un paso y se introdujo en el juego: jardín de gatos verdes atorados en lo alto, algodón que vuela libre por los aires, niñas portando grandes pasteles, ojos de mendigo suplicando una mirada distraída. El hombre hablaba por los codos y las rodillas. Se inventaba a sí mismo, campeón boxeador en algún tiempo; pintor de molicie; museo de sus padres atormentados. Resucitaba en su nombre, Aristóteles, descubriéndose como si debajo de aquellas letras estuviera viva su identidad. Soledad estaba harta de ser acompañada por él o por cualquier otro, quería recorrer el paisaje como si fuera el cuerpo de un nuevo amante, sola, con sus sentidos abarcándolo.
Ambos se detuvieron en la plaza, dos faros más en dicha explanada, mientras a su alrededor la algarabía continuaba, despachando helados, papas fritas y sueños inflados. Soledad tomó el suyo, aquel astro que sostenía amarrado a ella, desenvolvió el delgado hilo y lo dejó escapar. El astro comenzaba a flotar, alejarse, olvidarse de su existir en la tierra, de que pertenecía a alguien, simplemente se llenó de azul alrededor hasta ser un pequeño punto en hoja en blanco. Ella volteo con Aristóteles cuyo ojos estaba insertos en la partida del astro inflado, realizó una inclinación de despedida y lo dejó ahí con su invención de melancolía.

Patinando por las avenidas quería ocupar su boca con alguna forma dulce mientras continuaban las imágenes, las palabras que podía dejar escapar porque no iban dirigidas a ella, los sonidos que se asentaban en las esquinas de alguna vuelta.

Se sentó a no hacer más que contemplar alrededor, una costumbre que había olvidado desde su niñez, jugaba en su lengua un caramelo. Se acercó la niñez con trenzas y diferentes modelos de figuras artesanales – cómprame una – decía la niña, mientras ella solo sonreía evitando contestar – por qué estás tan solita – preguntaba ahora, respuesta que no podía esconder con un gesto en los labios. Solamente la mirada ofrecía un escenario y ahora las palabras – y tú por qué estás tan solita – la niña se retorcía en la duda y caminaba dejándola desierta en aquella banca. Acaso no todos estaban como ella, aunque de la mano de otra soledad, expresando labios afuera un simulacro de frases aprendidas.

El día se iba apagando y ella renunciaba a su búsqueda, era inútil. La noche siempre le generaba pánico, desgaste, sepultura abierta de sus miedos. No entendía por qué siempre tenía que hacer algo, moverse, no entendía por qué siempre estaba buscando sin estar consciente. Desde cuándo había comenzado con esto, desde cuándo se extrajo de ello para vislumbrarse esperando el momento. Estaba consciente, añoraba la ignorancia, el misterio que antes lo ocupaba.

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