domingo, 27 de marzo de 2011

4. Larvas, gusanos, orugas, mariposas

Sí, a Nacho. Sí, sí, sí. A ése Nacho. Nacho, Nacho – no me veas así – tu también dijiste que no estaba feo. Por eso llevo encerrada tres días y ruego a dios que no venga a tocar la puerta, porque no tengo idea qué le voy a decir. No sé si portarme como que aquí no pasó nada; o decirle, Nacho tú y yo no volverá a suceder; o tal vez ni tenga que aclararle algo porque está claro.

(Pásame la brocha grande por fa)

Me creerás que no está mal, está todo flaquillo, eso sí, su cintura ha ser la mitad de la mía. Y es que si lo veo a la luz del día allá afuera donde siempre se recarga, me da lástima. Es un perrito callejero en costillas, caminando sin rumbo, con la cabeza baja, hurgando entre la basura, y si se encuentra frente a él un pedazo gordo de carne no es capaz de detenerse a comerlo porque cree que no se lo merece. Miserable.

(¿Se ve bien así o me pongo más rimel?)

Creí que una vez acabado el acto no lo buscaría en mis recuerdos, pero no, no puedo dejar de pensar en el momento. Me lancé al charco de mierda y ahora me revuelco imaginando feliz como puerco. Y es que no son larvas o gusanos, siento orugas por la piel, y espero su vuelo convertidas en mariposas.

¡Quita esa cara! tú también has estado en mi lugar. Claro ¿qué me dices de la vez que te metiste con el anciano aquel, al que le colgaban los pechos? o del adefesio que albergaba en su boca edificaciones punzantes rosadas donde apenas y salían pequeños pedazos de dientes. No puedes decir que Nacho es peor. Pudiera ser la mejor cogida de años. No estoy exagerando.

(¿Brillo? Ahí está en ese cajón… pásame el perfume ¿no?)

Fue una ensoñación, ni si quiera un sueño. No dijo una palabra en las horas que aquí estuvo. Desde que lo jalé del brazo y lo llevé hasta el cuarto. Entró preocupado por dejarme el cambio de un billete de 100. Temblaba. Hacía un calor y él temblando. Abrí las ventanas, corrió el aire, apagué las luces, y con la tarde escurriéndose comencé a desvestirme. Y el silencio en sus labios mientras mis pensamientos escapaban: tengo que ir por la ropa a la tintorería, pagar el cable, marcarle a Lety para cancelar la cita. Se acercó y me besó. El perrito callejero me reprendió por la boca. Se despegó y con sus pequeños ojos sin fondo me contempló, como si yo fuera un paisaje del campo o un cielo de otoño.

Tomé sus brazos de títere y lo empujé hacia la cama. Desnuda yo, lo desvestí. Le quité el patético uniforme, desabroché el cinturón roído, le quité los pantalones duros, desabotoné su camisa blanca amarillenta desteñida. Sus calzones grises los tiré por ahí. Me puse sobre él, manipulé mi cuerpo sobre el suyo. Gocé enamorada de mi poder. Se deshizo lentamente, se transformó en humano y luego en carne hasta liquidarse dentro de mí, yo seguí, seguí y seguí hasta terminar y regresar a verlo vestir cada una de sus prendas que lo llevarían a aquella imagen de rutina en la puerta de los departamentos. Encendí un cigarro, lo miré completo y por fin pronunció palabra: Señorita voy abajo, buenas noches.

(¿Lista? Sí un poco, claro que ahí va a estar, siempre está, pero algún día lo tendré que ver digo es el portero…)

lunes, 21 de marzo de 2011

3. la mamá de mi mamá

¿Qué tienes mamá? – le dije.

Mi mamá. La mujer entrada en años, apenas distinguen unos cabellos blancos pero siento mía su piel curtida. Echada entre el lavabo del baño y el excusado, en un agujero de 30 centímetros de largo y ancho, su cuerpo albergado como una bola de papel sanitario remojado quizá por sus mismas lágrimas.

Mi abuela. Murió en el transcurso de la noche, entre pesadillas o Dios quiera, piensa mi mamá, que hayan sido sueños. Aquel día le llamó por teléfono, mi mamá le dijo – ése dolor no es algo serio, cómo vamos a ir otra vez al hospital, para que nos digan que no tienes algo. Duérmete mamá – le dijo – duérmete, verás que por la mañana te sentirás mejor, no mamá no es un dolor distinto, no mamá, duérmete.

Mi mamá. Continúa desatando una hilera infinita de palabras. Yo estaba muy cerca de ella, pero mientras se encontrara en ese breve espacio, imposible abrazarla. Nunca la había visto así. Su cara deformada era la de un bebé marchito en llanto. Sólo pude sujetar su mano pero la soltó. Parecía ahogada en el remolino eterno del excusado.

Al día siguiente de su muerte – me decía – tus tíos y yo hicimos un círculo alrededor de tu abuela, en silencio, hasta que uno habló. Comentó lo curioso de no haber recibido una llamada, de no enterarse que tu abuela la pasó mal una noche antes. Uno a uno mis hermanos dijeron que su teléfono no había sonado, yo no lloraba, no gritaba, tampoco confesé que mi teléfono sí timbró, que tu abuela me suplicó llevarla al hospital porque nuevamente se sentía mal, y yo la convencí que el dolor no era distinto, que al día siguiente estaría bien, que al despertarse todo iba a estar bien. Y cuando la llevaron a la funeraria no lloré y cuando la vi dentro de la caja no lloré y cuando bajaron su cuerpo tierra adentro no lloré, regresé a la casa sin llorar, me vi en el espejo sin llorar, vi nuestras fotos sin soltar una sola lágrima. Te lo juro, hija mía, te lo juro por Dios que no lloré.

Yo le dije - pero mamá, la abuela hace años que murió – sí hija – y te lo juro por Dios que no había llorado.

miércoles, 9 de marzo de 2011

ellas

En el espejo – a punto de tocarte – inalcanzable e incompleta. Con la mirada recorres tu cuerpo, te detienes. Frente a mí dos balas negras amenazan, sostenidas en el tiempo buscan pulverizarme sin tocar la piel siquiera. Quisiera cruzar a aquel lugar, que sea la otra la que no se encuentra, la que no se ve, la observada, es más fácil estar del lado que condena, mientras tú. Yo, ciega de mí, extraña, flotando en niebla densa, me congelo frente al reflejo.

Acostada boca arriba parpadeas lento, vencida, ya no buscas en las páginas del libro de cabecera, respiras. Inerte, no hay paz más que la externa, la ajena, añoranza torpemente nombrada, el desierto en la cama me devuelve unos labios secos, soy parte del mundo material, no soy más que aquella silla o esta lámpara.

Él llegará aunque no quieras, sabes que está con ella, prefieres el abandono aunque no sabes qué hacer con él ¿Sola? Soy una cría en espera de sustancia, alojada en los adentros de una casa balbuceante, deseo el rastro del abrazo, el beso en cementado, las palabras deslavadas, la sonrisa de vitrina; sujeta a momentos en blanco y negro. Una paleta de grises azulados colorea la habitación, suspiras, un día más se sienta en tu realidad. Escuchas la puerta y el arrastre de sus pasos escalera arriba, detienes tus párpados en el cierre de un negocio exhausto. Un olor a vida estremece el cuarto y a mis tejidos piel adentro, se levanta mi respiración en protesta. Te vuelves boca abajo, cautelosa quedas como si te hubieran disparado por la espalda. Me convulsiono en un mismo sueño: un paisaje verde intenso se extiende a mis pies, el cielo se dispara de mi pecho, mis ropas ligeras vuelan con mis abrazos, son alas abiertas que giran danzando con caricias del viento. Allá viene él, se acerca a paso rápido. Frente a mí ahora lo tengo, estoy desnuda, me encojo y tirito entre nubes negras mientras él se aleja con los brazos ocupados en pesados sacos de arena.

Despierta, es tarde.

Apuras el paso, te bañas sin lavar el cabello, olvidas el perfume, te maquillas en el auto. Azotas la tapa del pequeño espejo, minúsculo reflejo quema tu mirada. Las manos de él aferradas al volante, sus ojos viajan al fondo de aquel camino perdiéndose a lo lejos. Y aunque él está a tu lado. No, no está y no es él, como no soy yo; somos dos sombras que dependen de una luz artificial Antes eras tú. Antes era yo, en algún instante, corto y profundo hueco como huella que descubre el mar.

Tomas demasiadas copas en la cena, ni un pedazo te pan te has llevado a la boca, la lengua se te resbala a punto de crear frases célebres para entretener a los invitados. La cara de él te ancla a tus recuerdos, te levantas de la mesa huyendo, en busca de un refugio.

Recargada en la pared del baño, decaída la mirada, tus pensamientos te olvidaron, cuentas uno a uno los mosaicos de la pared que ocupa el espejo, aquel enemigo que no logras enfrentar ni aún en dicho estado. Una mujer se introduce a la sala del baño, liviana se alberga en su reflejo, se contempla desatando una sonrisa. La reprimes y ella busca a quien la acecha. Crees que también te abandonará en tu condición pero su mirada te sujeta, tus brazos caen y ella se acerca, tú no te mueves, ella se extiende un poco más y tú esperas, acorta poco a poco la línea que a ti lleva. Juntas en un mismo punto su respiración es la misma. Te introduces en sus ojos. Sus ojos verdes que en mi develan un jardín plantado de esmeraldas. La besé. La besaste. Uno a uno se erizan los vellos de mi cuerpo, me lanzo al precipicio liberando mis recuerdos. Se abre la puerta y sus ojos se descubren, dan un paso atrás y ella te deja. Frente al espejo sonríes. Sonrío y salgo en busca de mi encuentro.

domingo, 6 de marzo de 2011

otro azorín


(Y aún) en la ciudad de México, a tantos


Un miércoles cualquiera en algún restaurante-bar de cierta zona de la ciudad de México me reuní por primera vez con un antiguo maestro de literatura, maestro actual pero ya no mío. Su clase era mala pero se podían rescatar las excelentes referencias sobre qué leer en la rama de la literatura nacional. Mis expectativas sobre la posible conversación eran altas.

Al llegar a dicho recinto nocturno, pedimos cada quien la cerveza de su preferencia, con pocas opciones, ya que como sabemos la mayoría de los bares en el país están asociados con cualquiera de las dos únicas casas cerveceras y es por medio de ellas como el permiso para vender alcohol se facilita, uno de los tantos círculos viciosos dentro del comercio de México, en fin: una negra modelo y una pacífico.

La conversación comenzó en torno a banalidades, hace un año no nos frecuentábamos aunque la situación de cada uno en el fondo era la misma, yo como ansiada escritora y él como frustrado maestro. La plática iba a cualquier parte, cambiaba de rumbo, de tema, a veces sobre literatura, otras sobre cuestiones personales, familiares, amorosas, sin embargo, había un obligado retorno a las letras: sobre qué texto estaba trabajando él o yo; escritor o escritora favoritos; libro en turno; anécdota sobre tal escritor, chismorreo sobre otra.

La anunciación de lo que es ahora el objetivo de esta reseña sucedió al generar una expresión (mía) que lo hizo brotar en risas, textualmente mis palabras fueron: “yo no se si me voy a dedicar a la literatura pero no pienso dejar de escribir (y menos de leer).”

Su reacción fue de una claridad latente, no me afectó, al contrario, me hizo erguirme y llenarme de energía para continuar con más fuerza aquello que promulgaba.

Él es otro Azorín en los vestigios de la muerte de su voluntad. El maestro tenía dos hijos con una mujer extranjera con la cual finalmente se había juntado, no casado, ahora estribaba entre mudarse a otro continente tomando un año libre del trabajo o refugiándose en el limbo de su exagerada carga laboral con algunas visitas a aquel país del que ahora sería residente su familia. Llevaba tiempo sin escribir y comentó en más de tres ocasiones la cantidad excesiva de trabajo y la dificultad por concentrarse en la búsqueda de su literatura dentro de su casa, no obstante tenía el tiempo para salir a charlar de nada con una antigua alumna.

Para no alargar más la anécdota, el cuento o la introducción a la reseña, el final (predecible) fue la imagen de una mujer que salía azotando la puerta del copiloto de un auto y sonriendo a las espaldas del conductor, caminaba firme y recta hasta su entrada mientras el otro con las manos sujetas al volante observaba como se iba aquella posibilidad de una noche de sexo casual y la voluntad que alguna vez también había sido suya.

Dentro de la novela La voluntad de Azorín la muerte pasiva del protagonista termina por ser el inevitable auto sabotaje de su voluntad. Este desdoblamiento del autor al generar ciertas cartas describiendo la situación en las que encuentra su personaje trasgrede lo escrito y genera una sensación nata de frustración. Es en las cartas a Pío Baroja incluidas en el extracto del epílogo donde Martínez Ruiz representa la situación y el terrible final, tal vez mejor hubiese sido la muerte, de Antonio Azorín:

“Yo no sé al llegar aquí, querido Baroja, cómo expresar la emoción que he sentido, la honda tristeza que he experimentado al hallarme frente a frente de este hombre a quien tanto y tan de corazón todos hemos estimado. Él ha debido también sentir una fuerte impresión. Nos hemos abrazado en silencio. Al pronto yo no se qué decirle. Él me ha presentado a su mujer.” (p. 288)

Lo monstruoso de estos fragmentos es que fácilmente podemos compararlos con algunos de los primeros de la novela La voluntad, donde Azorín está convencido de que la única manera de cumplir con la esencia del ser, de obtener la plena sensación de vida, todo mediante la acción:

“- ¡No, no! ¡Eso es indigno, eso es inhumano, eso es bochornoso!... ¡El reinado de la Justicia!... ¡El reinado de la Justicia no puede venir por una inercia y una pasividad suicidas! Contemplar inertes cómo las iniquidades se cometen, es una inmoralidad enorme.” (p. 118)

El maestro de mi anécdota, maestro frustrado lo etiquetaré, tiene un blog en donde solamente publica frases, entrevistas y pedazos de textos de los “verdaderos” escritores, nada suyo. Me ha dado a conocer que de lunes a viernes a las 9:00 horas lleva a sus hijos a la escuela y ahí se encuentra con otros que “pudieron” o “solían” ser escritores, se saludan de lejos y como autómatas recurren a la abulia de sus días.

El texto de Martínez Ruiz es la bola de cristal de lo que sucedió con el verdadero Azorín, con el mismo Martínez Ruiz. Lo sorprendente es que tuvo la capacidad de desarrollar el proceso dentro del personaje en donde es un personaje ingenuo que desea cambiar la realidad, luego entiende las peripecias de ésta y se debate entre la acción y la inacción, finalmente se refugia en una somnolencia que si bien lo permite vivir, él sabe que en el fondo está como una vela humeando.

Todo esto lo refleja José Martínez Ruíz cuando apenas comienza él mismo con dicho proceso.


Bibliografía

Martínez Ruiz, José (1968) La voluntad. Edición de E. Inman Fox; Clásicos Castalia. España: Segunda edición.