miércoles, 8 de diciembre de 2010

carne cruda

“el que canta no pretende que sus cavatinas
permanezcan en el olvido,
sino que celebra que los pensamientos altaneros y
malvados de su héroe estén en todos los hombres”
Conde de Lautréamont


Sobre la cama desierta a punto de morir con la mirada al fondo de una línea que se hace llamar techo, piensas. No vienen imágenes de momentos pasados. Tu niñez, tu pubertad, tu primera palabra ha quedado en otra parte, y esto lo agradeces. Tus padres, tus hermanos, la casa en la que alguna vez viviste flota inalcanzable ¿Cómo era la calle, el silencio que ahí se esparcía? ¿cómo eran tus vecinos? ¿tu cara frente al espejo? ¿cuál era tu nombre? Tantas veces creyeron llamarte, nombrarte y crearte; hoy resuelves que nunca lo lograron, continúas escapando.

Un olor a sábanas, aquellas que te envolvían en creaciones nocturnas. Olor a pan francés, canela y mantequilla. Aquellos platillos que partían de casa y a su regreso solo manchas y residuos. Algo existió, pudieras comprobarlo, antes de hoy algo hubo, nació en los adentros de alguna parte y murió en el intestino de algún ser. Pero esto no lo recuerdas, ni viene a tu mente entonces mejor…

Te levantas de la cama, después habrá tiempo para dormir, inundarte en el efímero constante o en el vacío. Cansado, tu cuerpo de metal, tus manos colgando en la espuma de lo incierto, suspendidas vienen y van en una tierra dependiente, su gravedad no permite avanzar, detiene, clava, pesa, aún hoy, cuando más enfermo encuentras al cuerpo. Hoy aumenta esa sed de dolor, de fuego, de hacinamiento, necesidad de finas agujas que lo perforen todo por dentro.

Vas cuesta arriba buscando esa larga pendiente hacia abajo. Así el esfuerzo, innecesario. Subir para bajar. Siempre para bajar.

Aquí el verano es peor que el infierno. En las calles los automóviles se avalanchan unos contra otros queriendo apagar el fuego entre avenidas. Seres incompletos vislumbras mendigando, van a la mitad de su cuerpo, se derriten clavados en las aceras mientras sus manos continúan estériles extendidas al cielo. No es sudor, es piel, piel líquida que recorre sus parpados, su cuello. Sus ojos se escurren en lágrimas, están ardiendo, evaporizando.

El sol se torna negro. Un velo oscuro lo convierte en reina. Desde su altivez lanza rayos perpetuos fulminantes que desgarran pero no causan la muerte. Qué es el hambre, el amor, el deseo. Mientras sigues en pies desnudos, extendiéndose las llagas, se revientan y renacen. Huellas en pus marcan tu destino, tu destierro al que habrás de retornar. Las nubes huyen, desaparecen, dando cetro completo a aquel inmenso dueño. Es la reina cubierta de negro, pasa, recorre recovecos, incuba miedo, desdibuja rostros, crea un mal reflejo, ensancha cuerpos, cielo, suelo, anhelo, hielo, sonrisas de hielo que antes de convertirse en agua ya son solo vapor en vuelo. Buscas una delicia, un último encuentro, en otro ser, que esté completo. Te aproximas a cualquier punto que parece real entre humo gris casi negro. Te arrastras puerta adentro fingiendo hambre de normal, plática casual, lo cotidiano. Te encuentras con un suelo cubierto de escamas, un olor a crío muerto sume a todos en inmovilidad. Te aproximas a aquel que explota en risas, queriendo atrapar alguna de ellas: un volcán que devuelve en tandas rastros de carroña. Te aleja, encuentras a otro más que se acerca y cree decir algo, de sus labios brotan peces muertos que viene el mesero a rejuntar. Retrocedes lentamente, tratas de no convulsionarte, te aferras a las mesas del lugar. Sales de vuelta al infierno que ahora quema menos, de lejos aquel mar desierto. Regresas a tus pies y a tus pasos y a querer encontrar aquel que te de una razón para volver a la cama y descansar.

No logras nada con pedir perdón. Intento vago, súplica, rasgas las cortinas en arrepentimiento. Buscando que se queme la culpa junto con la piel. El suicidio no. El suicidio es salir por la puerta trasera hacia el otoño, mientras continúas ingiriendo excremento.

La piel se desprende como pétalos de una rosa de días en florero. Brotan burbujas en piel que algunos cuentas hasta tres para darle un grado. Levantas la mano derecha para sumergir el dedo dentro de una llaga sintiendo un líquido blanquesino, se pega al dedo, como aquel que sale de la corteza del árbol al hacerle un corte. Arde, presionas más y más, quieres más, tu dedo es la herramienta de la ira, el rencor y resentimiento, de la culpa, el peso del pasado, del recuerdo, la memoria, el hubiera.

Sobre asfalto en incendio bailas de un lado a otro, al son de un viento que espina. Hierve un caldo negro denso, sumergidas tus piernas comienzan a patalear para llegar a la orilla, un torbellino te jala hacia adentro, peleas al llevar tus pies, boca y sueños.

Un punto crece, se aproxima, adquiere gran tamaño, color, se delinea, un toro blanco con alas de cuervo. Vértigo al centro de tus costillas. Quieres viajar en su lomo, quieres tomar el vuelo, cada vez más cerca escuchas el estertor de su respiración, ves la profundidad del vacío de un universo en su mirada, llega a ti inundando todo tu alrededor en una nube oscura, helada, de un frío extremo en ti congela todo. Me alejo.

Me precipito a la ciudad de México, era necesario llegar al inicio de este circo. A mi entrada mil rectángulos de concreto voltean hacia el cielo, lo añoran. Y en uno de ellos, te encuentro hasta el fondo de su altura depositado en dos plantas, quieres lanzarte, elevar tu cuerpo, caer, estrellar tus huesos, hacerlos pronto parte de la tierra al cruzar el concreto. Deseas un lanzamiento anónimo, como un saco en caída libre. Buscas sentir el dolor más insoportable y ser indiferente al sufrimiento. Das tu último paso, caes. A lo largo de diecisiete pisos, un listón se desdobla rápidamente, lo que fue, el hubiera te sigue hasta la raíz de un gris, blanco y negro.

El cascarón de un huevo cruje, la yema se escurre por la acera, se detiene el alrededor por lo largo de un respiro y renueva en el mismo lapso de tiempo. Los otros, aquellos seres inmunes al dolor externo continúan su camino, cuidando de no mancharse con lo que ahí se ha derramado, ni el cuerpo, ni el alma de otro quieren pensar en tocar ni siquiera con las plantas de sus zapatos. Yo también continúo mi camino.

Me introduzco a tu departamento. Repleto de libros, papeles, plantas y basura de la semana. Recorro los títulos de aquellos intentos de fantasía o realidad, ficción o verdad. El lugar es totalmente blanco, sus grandes ventanas dejan asomar el amanecer de un sol ingenuo. Te encuentro al centro de la cocina, sobre una frágil silla, frente a un plato hondo que parece más profundo que el golfo de algún mar.

En medio círculo adentro se encuentran pequeñas réplicas de espejos, diminutos trozos que te reflejan poro a poro. Viertes una taza de leche. Tomas una cuchara y logras un primer bocado. Al masticar sientes el suave tacto del líquido quedando en el olvido, mientras los pedazos de espejo se incrustan en las paredes de tu boca, el paladar, la garganta. Comienzas a ahogarte, una bola de dolor sofoca tu esófago. Pretender tragar y es inútil. Devuelves un poco de aquello. Inclinado sobre azulejo blanco, deshechas dragón un espeso rojo con algunos hilos del líquido en terciopelo que por primera vez en los pechos de tu madre buscaste. Un desayuno completo para empezar o terminar el día. Tus movimientos son mecánicos, el brazo hacia el plato, la cuchara a unos labios deshechos, masticando con mayor dificultad. Ahora solo queda un líquido rosáceo, con residuos de espejos en los que ya no te ves más. Tomas el plato y lo llevas de lleno a lo que queda de tu boca y tus labios, lo dejas caer estrellándolo con la cuadrícula de azulejo blanco. Sostenido en sufrimiento esperas el final, aferrado a una menos frágil silla. Te dejo solo y en paz.

En el piso de abajo, un nuevo departamento, te veo, sentada frente al escritorio recurriendo a papel y pluma. Después de varios inútiles versos, después de hojas de intento haz cambiado la pluma por lápiz. Lápiz de fina punta. Deseando traspasar con el filo esa hoja blanca. Esa hoja que ilumina, brilla, deslumbra. Espesa blancura, un bote de pintura densa dentro de un rectángulo. Estás harta de ti, de lo que conformas y anuncias con tu mirada, tus colores, tus gestos y tu cabello. Te levantas, desabrochas el pantalón, lo retiras de tus piernas y tu cuerpo, sueltas la blusa, y el brasiere, te arrancas lentamente los calzones. Tomas la hoja blanca dejándola sobre el piso. Uno de tus pies se deposita sobre ella, el otro siente frío. Con el lápiz en punta fina escribes sobre tu panza, tus piernas, aquellas palabras no se reflejan ni en papel ni sobre piel. Aprietas el lápiz, escribes con fuerza. La punta atraviesa tu piel. Delineas doble u, eme, be, erre, ge, cada vez con mayor esfuerzo. Caen gotas de rojo que se combinan con lo espeso blanco de la hoja. Escribes por todo tu cuerpo, lo abarca, en la parte de atrás de tus piernas, donde alcanzas de tu espalda, tus brazos, tu cuello, la cara, tus hombros. La sangre fluye hacia abajo. Son horas de adornarte en carmesí. Estás desfalleciendo, caes de rodillas, no derrotada pero sí sin más energía que la de un punto final, tomas el lápiz y lo introduces de tajo entre tus piernas deshaciendo tu traje de piel, te arrojas al charco has terminado tu relato. Salgo de la habitación y el departamento.

Regreso a mi morada. A mi cueva, a mis entrañas. Es necesario que yo continúe con este ritual. Sobre mi cama en sábanas blancas, me siento y espero. Me acuesto y pienso soy aquella que se escribió hasta desangrar; el otro que se lanzó en su último paso y el cual no pudo detenerse en su listón de memorias y sueños; soy aquella que vive en el infierno, que pretende terminar pero solo logra destruirse y renovarse en cada intento. El suicidio no es terminar. Ni la muerte. Ni el sufrimiento. Acostada continúo murmurando, palideciendo, delirando. Cierro los ojos mientras el pedazo de madera en mí está dentro, mientras caigo diecisiete pisos, mientra me arrolla un toro con alas de cuervo.