sábado, 21 de mayo de 2011

en busca del día

1
Se fue en busca del día: antes y en puntillas, con el cuerpo hacia adentro, se introdujo al departamento para comprobar que la mojis no estuviera.

Ocho de la mañana: desde hace diez minutos ella debió haber salido. La mojis, su compañera de casa era predecible, en lo que hacía y decía. Se despertaba siempre a la misma hora, hasta en domingo: siete con veinticinco minutos. Unos únicos pantalones grises la acompañaban a pasear a su mascota. Sus comidas variaban entre pollo y arroz blanco; carne molida con pasta; ensalada de atún con verdura de lata. En el refrigerador no escatimaba el concentrado de jamaica y la variedad de mermeladas. Su desayuno habitual, pan blanco con mantequilla y tres cucharadas de jalea de algún sabor común o nuevo en el mercado.

Un sábado cualquiera mientras la mojis caminaba a su mascota Soledad amaneció, amaneció en un sábado cualquiera con la boca y mente acartonada. Hambrienta se lanzó al refrigerador y robó una cucharada de cada sabor de las mermeladas de su compañera: frambuesa, manzana, naranja, moras azules y fresa. Todas fueron a dar a la última tortilla de harina de las que había hecho llegar su mamá con la visita de la tía Estela. Una sola cucharada de cada frasco para evitar que la mojis se percatara del hurto. Desde el primer día la mojis había indicado a cada una los estantes de la alacena y los del refrigerador. Compartían el departamento y nada en realidad.

La deshidratación traía a Soledad entre garras. Tomando grandes tragos de una botella de litro y medio de agua, empezó a deshojar ciertas prendas del tubo del clóset. Sobre una silla pescó una de las mochilas al fondo, tosió un poco y la aventó también a la cama. Adentro fueron a dar unos pantalones negros, tres camisetas, un suéter, una chamarra, tres calzones, dos brasieres, sudadera y pantalón corto para dormir, cuatro pares de calcetines y un listón para el cabello.

En el baño la luz que se deslizaba por las ventanas descubrió su piel desierta – una imagen cercana a los paisajes de su tierra – ojos rojos – mirada de un hombre seco en pleno centro – labios de iguana – de vieja olvidada. Lavó sus dientes, se llevó el cepillo y la pasta a una pequeña bolsa de plástico y también a la mochila.

Pretendía dejar un paso fantasma por el departamento, como si el tiempo no se hubiera atrevido a seguir mientras ahí estuvo. Rara vez pero puede pasar, el tiempo como cómplice. En su cuarto, en la cama cubrió aquellas almohadas muertas y salió como si nada (como si nada significara algo). En la puerta se detuvo un segundo con carácter de varios minutos. Escuchó las campanitas. Allá abajo, en la salida se precipitaba la mojis con su perro. Decidir: entrar de nuevo y esconderse en el cuarto; o bajar los cuatro pisos desencadenar un saludo, lanzar un poco de ficción y seguir su camino; o subir y resguardar su imagen en la azotea. Trepó un piso más, escalando de dos en dos hasta el fondo azul entre tendederos de arco iris en telas. Contó los segundos y esperó un poco más. El estruendo de un camión le generaba la señal. Un dos tres: rápido, fuera, de uno en uno, cruzó su piso aliviada y los otros tres casual. A las ocho con cuarenta minutos se posó sonriente sobre la banqueta. Era preciso ir por un café innecesario. Camino a la tienda acabó con una pequeña botella con agua que adquirió en la esquina, inútil para acabar con el fuego que en su boca ardía, inútil para resbalar la noche anterior de su garganta. En la tienda tomó el vaso para el café, en vez de negro, lo llenó de capuchino regular, moka, vainilla francesa, chocolate extremo y café regular. Dejó estragos de todos los sabores en las rejillas de la máquina. La mirada de la cajera reclamó y la voz preguntó qué sabor había elegido – alguna vez su madre la regañó por “jugar” con la fuente de refrescos – entonces – capuchino, contestó. La otra le entregó tres pesos de cambio y un ticket que fue a parar al bote de basura. Salió hacia la estación del metrobús.

La señorita ahí decía no con su cabeza, velaba por la seguridad de cientos de pasajeros, frente a ella una joven cargando una mochila y un gran tamaño de café donde el pulso de aquella precipitaba una tormenta vaso adentro. Tendría que terminarse su bebida antes de introducirse al transporte público. La jovencita suspiró y le alzó los ojos. Media vuelta, ya.

Se sentó en una banca de concreto improvisada mientras sacó la información de aquel lugar. A dónde ir, qué visitar, dónde hospedarse, qué comer, dónde comer, museo de esto, museo de aquello, museo nuevo. Ya se atragantaba todas las actividades pero aún estaba kilómetros horas de su destino. Con la lengua escaldada, tres litros de orina en su vejiga y el aliento a máquina dispensadora de café se presentó nuevamente al escrutinio de la señorita, esta vez la encargada fue quien le alzó la mirada. La joven entró a la estación, al metrobús y recorrió seis de aquellas. Se bajó y ahora iba sobre el metro pasó siete de éstas. Salió del metro y ahora corrió hasta los baños de la estación de camiones con los afortunados tres pesos que introdujo en la grieta hacia el alivio. Compró el boleto, esperó diez minutos, mientras veía cajas de cartón y gente, mochilas y gente, gente y gente. Veía su boleto, como el de un concierto añorado. Entró al camión, se sentó en el número 24 prendió su reproductor de música y cerró los ojos fingiéndose dormir. Después de semejante vaso de café en polvos más bien podía tomar el camino corriendo que inundarse en sueños.

En el camino la gran ventana presentaba esa nostalgia. El centro del país no era como el norte y ella descubría. Para qué buscar siempre lo mismo, exactamente hoy había apostado por algo distinto.

A la vista primero el derrame de edificios grises en varios tamaños. Maquetas de estudiante de arquitectura improvisadas a las afueras de la ciudad. Esas líneas divisorias de azul claro en lo alto que se quiebra entre rectángulos grises, donde aún invaden curvas de verde y hasta abajo una gruesa línea recta de gris opaco.

Hoy todavía no es, no quiere que sea, Soledad quiere encontrarlo.

Casi una hora había transcurrido, se encontraba con una paleta de tres colores: azul, verde y gris. Aparecían algunos animales por poco exóticos, vacas y cabras que solo reconocía en carne cruda, asada o fotografía. Recordaba mejor su sabor que esa imagen de ser vivo caminando en el pasto.

Vislumbraba personas libres en extensiones inacabables de terreno, ellos que podían asegurar que el cielo no era recto. Personas cuyo día comenzó hace horas mientras el suyo lo detenía para el momento.

Abrió sus ojos a tal frenón y ya estaba físicamente en el lugar. Apagó el reproductor de música, acomodó su asiento y descubrió la ventana. Ahí estaba su día. Se le hacía tarde para ir por él.

Actuó como todos dentro del camión: imagen moribunda, intentos de paciencia cuando sientes capacidad de romper la gran ventana y saltar de aquel encierro incoherente, si ya has llegado para qué seguir en una maquinaria que no anda más. Lentamente se levantaban los otros cuerpos. Jalaban entorpecidos sus mochilas, bolsas, maletas, aparentando no querer golpear. Descendían como gigantes sin calcular sus pasos y dos tiempos debajo del ritmo habitual. Pisó la tierra nueva, sintiendo un terrible dolor de cabeza que punzaba de expectativa.

Pequeños brincos la llevaron como caperucita a la salida del bosque de la estación. Abordó un taxi, saludó como una gran amiga y el chofer respondió mejor. Comenzaron las preguntas de turista: dónde me recomendaciones para dormir, para comer, para reír, para tomar (otra vez). El acento del conductor provocaba dudas en la comprensión de las palabras pero agregaba folclor a la visita. Romero, el taxista, hablaba de la ciudad como su dueño mientras se dirigían al ombligo. En busca del día, aunque Romero esto no lo sabe, qué significa si ya casi es hora de la comida. Pasaron por unas nieves de garrafa a las que ella no pudo aguantar un gesto de antojo. Romero se detuvo, ella bajó y subió cargada de dos vasos. Nuevamente por las calles, pero ahora ambos con su nieve, ella de tres leches, él de nuez con cajeta. Había tráfico pero los carros avanzaban. Romero hablaba de la señora, su señora, con respeto o indiferencia. Explicaba que cada quien andaba por su lado, en su casa, en su cuarto y su cama. No era originario de la ciudad pero tenía 27 años formando parte. Soledad anonadada por los edificios, los colores, las personas, se sentía en su país con los ojos de extranjera – si le interesa ir a algún lugar nomás me marca o’rita le doy mi número, nomás ahí le encargo una hora antes p’arganizarme – Romero hablaba lo suficientemente para que la nieve escurriera por sus dedos. Ella jugaba con el vaso vacío mientras sacaba su cabeza por la ventana como un perro. La ansiedad la invadía, le dijo a Romero que en donde sea, como sea, ella buscaría, caminaría hasta encontrar. Encontrar, el verbo del cual se había apropiado completamente por esas veinticuatro horas. Romero quería continuar con su monólogo hasta terminar el frío y dulce contenido del vaso en mano. A punto lanzarse del auto, Romero se detiene alarga un cincuenta de cambio y ocho dígitos de su celular que Soledad banalmente apunta.

Caminó hacia arriba y regresó. Se dejaba guiar por la intuición, la gente la llamaba, las tiendas le guiñaban los ojos, el horizonte y la libertad de lo desconocido. Se enamoraba de las niñas y de sus madres. De los señores morenos, cabello de espuma blanca, manos agrietadas. Se sentía parte de una familia que abarcaba toda la acera. Iba sin saber a dónde. Pero no tampoco podía preguntar: disculpe ¿no sabe dónde está mi día? No lo encuentro.

Después de algunos intentos encontró el lugar perfecto para dormir. Era un hotel que parecía haberse estrenado hace poco. Un edificio remodelado y ajustado para hacer las veces de estancia. Techos de vidrio, altos, que dejaban asomar la luz del sol o la luna. Arcos entre espacios. Ventanas grandes en cada cuarto. Un edificio que tenía una historia no más real que la que aquí se cuenta, una pareja de gobernantes habían bailado un vals en la década de los setentas pero del siglo XIX.

Le entregaron la tarjeta llave a su pequeño y demasiado espacio. Entró a descubrir un perfecto cuadrado con cama individual, un escritorio demasiado delgado para ser escritorio, piso de mosaico anaranjado. Abanico en la profundidad del techo, aspas de un helicóptero en lo alto. Un escalón que daba entrada al baño donde realmente no habría manera de estar más que de pie. Todo en blanco con sus miniaturas de champú, jabón y crema humectante.

Después de lavar sus dientes, abrió el curioso único cajón de ese universo. Encontró un iluso nuevo testamento partido por la mitad, esperando a ser leído.

Atrás las ensoñaciones enfrente la búsqueda por el día que poco a poco se iba convirtiendo en momento.

Salió del hotel disfrazada de niña bonita y feliz. Un vestido azul con diminutas flores la cubría. La pregunta la tomaba de la mano, cómo buscar. Solo caminar. Caminar y caminar. Calles empedradas hacia arriba la alejaban del centro. Regresaba y camino abajo descubrió el platillo típico de la ciudad. Nerviosa con los olores que se confabulaban y el miedo de prever que la búsqueda podía terminar cruzó la avenida, se sentó bajo una sombrilla naranja que cubría con sombra el espacio de al lado. Tomó partículas de aire con olor a fin, le depositaron la carta en lugar del plato. Su decisión era predecible pero quiso redundar y se la hizo llegar a la joven mujer adornada con sonrisa tímida, ojos cafés chocolate amargo. Como antes se ofrecía el escenario, como virgen piernas abiertas esperando a ser contemplado, y ella, se ofuscaba a las páginas de otro lugar, inexistente pero delineado. Escribía en la servilleta recolectando pensamientos en pedazos de papel barato.

La joven mesera la extrajo de aquellas letras con la tradición del lugar convertida en alimento, lo depositaba frente a ella con los labios alargados como si escondiera en las comisuras el no haber resistido probar un poco en el camino.

Frente a ella el día o el momento, servido en plato de plástico blanco, perfecto en sus colores. Aroma inabarcable. Aquella ración era más su país que sus manos. No quería deshacerlo, no quería que caducara la imagen menos el sentimiento. Como esos segundos antes del beso. Tomó el tenedor, violó la castidad de aquel platillo, arruinó el momento.

Terminó el platillo casi contenta, tomó sorbos de agua de arroz que llevaban al olvido aquella cercanía con el lugar. Tenía que continuar la búsqueda, su búsqueda, pero la comida la había insertado por fin en el paisaje, en limbo de la satisfacción instantánea, solo quería seguir observando y formando parte…

Un hombre en huesos pasó frente a ella, la divisó y se regresó a mostrarle un pequeño y corrugado papelito el cual en letra ilegible mostraba el nombre de algún centro de rehabilitación, con un el logo dibujado por un niño o por el mismo bajo algún efecto o en plena rehabilitación. La mirada del hombre, alejaban sus palabras, sus ojos, dos vacíos la invitaban a navegar en ellos. Méndigos, prostitutas, vagabundos, yonkis, drogadictos, alcohólicos. Entre mayor era la distancia con esa realidad mayor era la atracción. Soledad iba y venía por ese mar de mirada cuando el extendió la mano. Roberto se llamaba, adicto a la heroína y tres años limpio. Soledad lo invitó a sentarse y tomar un refresco. Él, la pensó por algún tiempo como si tuviera una reunión importante en esa misma hora. Finalmente sus huesos en brazo jalaron con esfuerzo la silla y se sentó frente a ella. Qué haces, de dónde eres, cómo te apellidas, cuántos años tienes, qué estudiaste. Eran preguntas de otra realidad, no ésta. Roberto tomaba el refresco del color de su mirada y lentamente daba tragos a ese contenido en la botella de vidrio, como si fuera un dulce que no deseaba acabase. Ambos en silencio. Soledad en silencio. Sobraban las palabras. Cuántas veces no había añorado ese silencio con su pareja, esa comodidad en la ausencia del intercambio de frases. Cada quien con las suyas, cada uno observando mientras traducía a imágenes esas ideas prematuras. Aquí comenzó el día.

Roberto conoció a Herminia a sus diecinueve años. Pensó que esa primera vez sería la única. Era joven, estaba por ser admitido en el puesto de almacén de una tienda departamental, al día de hoy, no sabe si fue aceptado. Una noche con sus amigos mientras tomaba una séptima cerveza, uno de ellos se marchó en busca de Herminia, cuando regresó quiso presentárselas a todas. Herminia, sobra decir que era hermosa, un misticismo la envolvía y le generaba adicción a cualquiera el verla. Roberto se enamoró. Pero pensaba en ella como de cualquier mujer solo será algo de una noche. Herminia lo tomo del brazo y no lo dejó por siete años. Una relación tormentosa. Envueltos en un remolino de inconsciencia. Nunca era suficiente lo que cada uno daba. Siempre el otro buscaba más. Obsesión por mayor amor o placer, que en este caso, era lo mismo. Roberto sabía que si no dejaba a Herminia, ella lo seguiría consumiendo, Herminia era de muchos y no solo de él, Herminia era fría pero alegre, pero de una eterna hermosura. Mala en su trato, pero de buenas intenciones. Roberto la dejó y no hay un solo día en el que piense en ella, la falta que le hace, las ganas de vivir que le inyectaba.

Soledad no supo esto de la boca de Roberto, él solo se terminó su refresco mientras vagaba su mirada, de pronto volteó con Soledad y ella le sonrió, le devolvió media sonrisa. Soledad se ubicó en tiempo y espacio, pagó por la comida, el agua y el refresco y alargó el billete de liberación hacia Roberto. Quien volvió a generar el mismo gesto en automático, víctima, se levantó y se marchó. Soledad lo vio partir. Aquellos huesos parecían dirigirse al ocaso de la muerte, ya sentía su ausencia, demasiado aire ocupaba su mesa. Se levantó y se fue al lado contrario. No volvería a verlo. El mundo no es muy chiquito, es inmenso y de vez en cuando caprichoso y absurdo.

Caminando se encontró con un centro comercial, plagado de franquicias americanas, mexicanas, películas taquilleras y personas que se reflejan en el piso. El centro comercial había sido construido hace algunos años, y hace menos se habían encontrado con estragos de antepasados bajo el suelo. Una gran ventana al suelo te insertaba en suspiros de nada, indiferencia.

Caminó al exterior contrario del centro comercial, un gran jardín se abrió ante sus ojos y princesas. Pequeñas mujeres en vestidos de cuentos de hadas, a paso lento por los intestinos de aquel lugar. Detrás de ellas un joven o varios acompañantes cubiertos de espinillas vestidos de traje o marinero.

Apareció. Uno de esos hombres que se desparraman en letras. Un tipo de un metro, ochenta. Con grandes pies que parecían hacer temblar las hojas de los árboles a cada paso. Voz de abeja la cual aseguraba que él, personaje con un atuendo muy teñido al cuerpo, él era un poeta. Se inclinó presentando su nombre y entregando sus metáforas. Aristóteles la tomó de la mano y mientras caminaban por ese extenso terreno en verde el se expresaba demasiado. Hablando del astro azul que en su muñeca tenía Soledad amarrado. Cualquier combinación de palabras. Soledad dio un paso y se introdujo en el juego: jardín de gatos verdes atorados en lo alto, algodón que vuela libre por los aires, niñas portando grandes pasteles, ojos de mendigo suplicando una mirada distraída. El hombre hablaba por los codos y las rodillas. Se inventaba a sí mismo, campeón boxeador en algún tiempo; pintor de molicie; museo de sus padres atormentados. Resucitaba en su nombre, Aristóteles, descubriéndose como si debajo de aquellas letras estuviera viva su identidad. Soledad estaba harta de ser acompañada por él o por cualquier otro, quería recorrer el paisaje como si fuera el cuerpo de un nuevo amante, sola, con sus sentidos abarcándolo.
Ambos se detuvieron en la plaza, dos faros más en dicha explanada, mientras a su alrededor la algarabía continuaba, despachando helados, papas fritas y sueños inflados. Soledad tomó el suyo, aquel astro que sostenía amarrado a ella, desenvolvió el delgado hilo y lo dejó escapar. El astro comenzaba a flotar, alejarse, olvidarse de su existir en la tierra, de que pertenecía a alguien, simplemente se llenó de azul alrededor hasta ser un pequeño punto en hoja en blanco. Ella volteo con Aristóteles cuyo ojos estaba insertos en la partida del astro inflado, realizó una inclinación de despedida y lo dejó ahí con su invención de melancolía.

Patinando por las avenidas quería ocupar su boca con alguna forma dulce mientras continuaban las imágenes, las palabras que podía dejar escapar porque no iban dirigidas a ella, los sonidos que se asentaban en las esquinas de alguna vuelta.

Se sentó a no hacer más que contemplar alrededor, una costumbre que había olvidado desde su niñez, jugaba en su lengua un caramelo. Se acercó la niñez con trenzas y diferentes modelos de figuras artesanales – cómprame una – decía la niña, mientras ella solo sonreía evitando contestar – por qué estás tan solita – preguntaba ahora, respuesta que no podía esconder con un gesto en los labios. Solamente la mirada ofrecía un escenario y ahora las palabras – y tú por qué estás tan solita – la niña se retorcía en la duda y caminaba dejándola desierta en aquella banca. Acaso no todos estaban como ella, aunque de la mano de otra soledad, expresando labios afuera un simulacro de frases aprendidas.

El día se iba apagando y ella renunciaba a su búsqueda, era inútil. La noche siempre le generaba pánico, desgaste, sepultura abierta de sus miedos. No entendía por qué siempre tenía que hacer algo, moverse, no entendía por qué siempre estaba buscando sin estar consciente. Desde cuándo había comenzado con esto, desde cuándo se extrajo de ello para vislumbrarse esperando el momento. Estaba consciente, añoraba la ignorancia, el misterio que antes lo ocupaba.

lunes, 16 de mayo de 2011

10. sin sábanas blancas

Había perdido su virginidad. Sentada en el excusado veía el papel lleno de sangre, la cual no correspondía a su periodo, y por ahí mismo ingresaban unas ganas de llorar.

Había perdido su virginidad. Y antes de comenzar, subió los calzones, abrochó los jeans, y le jaló al baño.

Su mamá tocó a la puerta, se preguntaba y ahora a ella – qué la hacía demorar y por qué había tarde a la casa – era una madre que había olfateado el olor a sangre de su cría o era una madre

Lavó su cara, se vio en el espejo: era ella, distinta o la misma la que había dejado de ser virgen. Se había extinguido el brillo de sus ojos. O no. No había pasado gran cosa ni algo pequeño y eso la llevaba a desembarcar…

Nuevamente la madre a la puerta. Secó su cara, respiró y salió: Todo está bien mamá. Su madre mintió también, tenía años que

Mi madre no me creyó nada, pero jugó mi juego, vi que vio la falta de ese brillo en mis ojos, o no, simplemente vio que iba a ser un momento más en el que no me entendería, no tendríamos comunicación, la verdad era otro idioma, las mentiras lo más cercano al español, me dejó ir a mi cuarto sin más preguntas. Al día siguiente muy temprano, o ese mismo día en unas horas tendría ensayo de ballet, debía dormir un rato.

Caminé hacia mi cuarto y pensé que hubiera sido más fácil que en un ensayo, logrando una extensión, algún paso extraordinario, un estiramiento sobre la barra, yo hubiese perdido mi virginidad. Más fácil. Pero lo más fácil siempre se esconde para mostrarse después de que todo ya ha pasado.

Me di varias vueltas en la cama, me paré dos veces al baño para encontrarme nuevamente con algo parecido a mi imagen en el espejo, mi imagen reflejada en la oscuridad, ya que no acostumbro prender la luz cuando voy al baño en la madrugada. Y esa sombra me reprimía que hubiera depositado lo poco en nuestra cultura que me hacía respetable como mujer.

Regresé a mi cuarto, me acosté y con los ojos clavados en el techo que tantas veces he visto me llevó a pensar a lo que había pasado hace cinco horas. Revivirlo. Había perdido mi virginidad, y no había otra cosa en mi cabeza.

Estábamos en una fiesta de disfraces, mis amigas y yo nos organizamos para vestirnos todas igual. Iríamos de indias pieles rojas: falda corta, un pequeño top, trenzas largas, y plumas entre esas trenzas. Trazos de pintura roja en los pómulos. Todo aquel prototipo alejado de una verdadera piel roja. Varias de mis amigas siendo rubias. Éramos la versión Disney, la Pocahontas.

Al llegar a la fiesta, contrario a lo que debí haber hecho, fui a servirme algo de tomar, y me decidí por tomar agua loca, el solo hecho de no tener el nombre de un licor en específico hace válido que tenga cualquier cosa de “alcohol” y cualquier color. Mientras iba terminando de llenar mi vaso y le daba un pequeño para probarla. Tenía un buen sabor, dulce, no sabía a licor. Llegó un exnovio. El cual realmente fue segundo novio, durante la fiesta habría una lista por recorrer. Ese exnovio, me recordó en ese momento, a la primera vez que me tocaron los pechos, me los estrujó y jaló de una manera en que yo creí que eso era placentero. Lo saludé como si nunca me hubiera apretado mis pechos, y corrí, alejando rápidamente mis pechos de sus manos, y me empaqué una gelatina de no sé qué sabor con no sé cuál licor.

Bailé con una amiga piel roja, ambas nos movíamos parecido, ella me copiaba un paso, yo otro, nos posicionábamos de espalda y movíamos la cadera como si no nos importaba otra cosa más que bailar, la realidad era, que no nos importaba bailar, si no todo lo demás… Luego me tomó de la mano y me llevó por un vaso más de agua loca. Sabía tan dulce que yo la tomaba como si fuera esa bebida fría roja artificial de las piñatas recién mezclada en la jarra del Sr. Kool-Aid, creyendo que disimulaba mi sed mientras generaba una mayor sed pero de actitudes estúpidas.

Caminé por el jardín donde era la fiesta. Un jardín amplio el cual albergaba tanta gente como para olvidar que era un jardín, era más bien el hormiguero humano que se había apoderado del jardín. Mientras daba un paso y otro, saludaba con una gran sonrisa a personas que nunca me han importado, les preguntaba sobre su vida, la cual era exactamente igual a la mía y seguía mi camino.

Llegué con mi exnovio, el número dos, el cual realmente era el número cuatro o sea el más reciente, había terminado hace un mes. Lo saludé y me di cuenta que como siempre estaba marihuano. De hecho iba disfrazado de marihuano, camiseta verde holgada sin mangas, pantalones de manta anaranjados, pulseras de colores, sandalias, una tira en su cabeza, y los ojos rojos. Su disfraz era suficientemente real, como pintan a los marihuanos en las películas de Hollywood. Platicábamos, el me hablaba sobre unos cuadros que recién había pintado, se entretenía mucho en describir los colores o algo así, todo esto lo decía a mi oído, yo lo escuchaba de lejos, como si estuviera a 10 metros y tuviera que leer sus labios, mientras yo veía a la gente pasar: condones humanos, conejitas de playboy, policías, artistas del momento, payasos, hombres disco, novias, una zanahoria (humana), toda esta gente que explota su creatividad solo para una fiesta. Cuando termina mi exnovio con una invitación – deberías ir a ver mis cuadros – y yo sonrío – genero una pausa, y termino – claro, sí, luego nos ponemos de acuerdo. Ambos sabíamos que jamás iría. Volteé en busca de una de mis amigas pieles rojas y me dirigí con ella. El se quedó ahí viendo no sé qué cosas, riendo de no se qué.

Me aferré al brazo de mi amiga, quien abría espacio entre las personas para poder hacer el viaje obligado al baño. Me había depositado un vaso de agua loca en la mano, que realmente estaba haciendo el efecto que advertía. Haciendo la fila al excusado de mujeres, intenté explicarle a mi amiga lo incómoda y rara que me sentía encontrándome a cada paso a un exnovio distinto. Era lógico que por todos ellos yo sentía algo, y nada, era un sentimiento caduco, y por más que tratara de descifrarlo, el verlos me producía regresiones, indiferencia, odio y placer, al mismo tiempo. Mi amiga solo movió su cabeza en señal de aprobación, la realidad es que ella estaba con la mirada fija en su propio exnovio, el reciente, con el cual había terminado y regresado alrededor de siete veces, mis sentimientos y mis exnovios era un tema totalmente ajeno. Yo no hablaba de mi relación reciente, como la suya, yo no hablaba de uno solo, como ella, así que no podía familiarizarse con el problema. Toda mi confesión era el de una extraña. Por lo que rápidamente terminé mi vaso de “vete a la chingada pues” y me metí junto con ella al baño. Ella hacía pipi mientras yo me veía en el espejo. Mi cara comenzaba a tener esas pequeñas deformaciones debido al alcohol pero no eso no me detuvo, decidí ignorar mi aspecto, y evacuar mi vejiga para más ingerir más agua loca, esa mierda que me estaba convirtiendo. Ambas salimos al encuentro de un vaso más para cada quien, se nos cruzaron más pieles rojas, acompañadas de luchadores y bomberos, nos pasaron unas gelatinas del terror, y nos dieron un caballito del peor tequila posible. El objetivo se había convertido en ponerme verdaderamente estúpida, lo suficiente para no hacer consciente mi estupidez.

Y de pronto, frente a mi apareció el número uno. Mi primer novio, por lo tanto mi primer exnovio en mi vida. Vestido de policía. Con esa sonrisa ingenua, alegre, llenándome de recuerdos y de ilusiones nuevamente, como si tuviera 15 otra vez. Y en ese tiempo suspendido voltea a verme. Me saluda de lejos. Yo sonrío, como si lograra algo bueno con esa sonrisa. Nuestra miradas dibujan una línea recta, por esa línea poco a poco me acerco a él. Nos saludamos. En este momento ya no sé qué le dije. Ni por qué reí. No tengo idea de qué hablamos en esa hora que estuvimos ahí parados. Yo solo recordaba mi primer beso, el me lo dio, hace más de cuatro años. Lo fuerte que latía mi corazón cuando me pidió que fuera su novia. Lo fuerte que latía mi corazón cuando decidí terminarlo, para que cada quien tomara su camino, porque el se iba lejos, y porque yo, por ser mujer debía terminarlo. Llegó una de las pieles rojas a jalarme y llevarme con ella, tenía un problema que no entendía, recuerdo que le dije que no tomara una decisión, no sé realmente de lo que hablaba pero ese fue mi consejo. La verdad es que el consejo era para mi, pero no me había escuchado.

Mientras hablaba con mi amiga, se acercó mi exnovio el marihuano, empezó a decirme que estaba arrepentido por haber terminado conmigo, que me extrañaba, que le gustaría que le diera una segunda oportunidad, que deberíamos ir a platicar a otro lado, a dar una vuelta, sin tanta gente que esté interrumpiendo. Yo le dije que sí, que a mi también me había puesto muy triste el haber terminado, que deberíamos hablar con calma, que… Y en ese momento caminé hasta con mi primer novio y lo besé, lo besé largo y fuerte, como si no hubiera nadie alrededor, como si mi último novio no se hubiera quedado atrás de mi observando. Me di cuenta de lo que había hecho y me alejé de ambos, rápidamente caminé hasta algún rincón de ese jardín, en el camino, nuevamente, el vaso de agua loca en mi mano. Me aferraba a ella en mi necesidad de definir mis sentimientos.

En mi cabeza había albergado la idea de que mi primera vez sería con mi primer novio. No en el momento del noviazgo, ya que ambos consideramos que yo estaba muy chica. Pero sí en ese momento, años después, con el cuerpo caliente y la cabeza obsesionada. Había comenzado a llorar, sola en una esquina del jardín, entre dos olivos, me confundía la urgencia por terminar con esa situación. Sentía que mi relación no terminaría con el hasta no haber acabado con todas mis ilusiones por el. Dejé los olivos, aventé el vaso y me caminé hasta el.

Me vio totalmente perdida, desparramada y sufriendo. Me dijo – te voy a llevar a tu casa – y salimos de la fiesta. En ese momento llegó una de las pieles rojas, totalmente en desacuerdo con la idea de que yo me fuera. Y yo insistí que ya quería irme. Entonces ella decidió acompañarnos. En el camino yo no hablaba con alguno. Ellos platicaban. El insistía en llevarme solo. Ella insistía en acompañarlo. Yo les dije – Váyanse a la verga los dos – mi amiga molesta se dio la media vuelta y regresó a la fiesta. Yo seguí caminando sin saber cuál había sido su reacción. Llegamos hasta su carro.

En el camino, llegó a una tienda. Compraría condones. Y seguimos el camino, el cual comenzaba a ser muy largo, me quedé dormida. Me levantó para darme cuenta que habíamos llegado a un horrible motel. Donde nos recibió una mujer con una actitud y pinta peores a las mías, en algún momento yo reaccioné. No quería hacer esto. No quería entrar en uno de esos cuartos. Pero ya había comenzado con el juego. Ahora lo terminaría. En este momento odié mi constancia, la forma en que me aferro a las cosas hasta terminarlas, creyendo que así tendré satisfacción siempre, me comprobaría que no siempre es necesario llevar las cosas hasta el final.

Entramos al cuarto, y en mi necesidad de no ver el lugar, de no obtener imágenes de las situaciones que se habrían generado ahí antes de mi, de nosotros, besé a mi exnovio. Recordé por un segundo esos antiguos besos. El sabor y el olor. La forma de su boca y como se mueve. Sus manos acariciándome. Me transporte a mi yo de 15 años. A mi burbuja de sentimientos. A mis ilusiones de amor. Seguimos el acto como si para mi no fuera la primera vez. El no lo sabía. Besos, abrazos, caricias, recuerdos, ideas, descubrimientos. Todo en un momento. Minutos pasaron y pronto ya estaba casi adentro de mi. Y en el momento. Vi sus ojos, nuestras miradas nuevamente entrelazadas, y con esa mirada le supliqué que no, pero con la cabeza le dije que sí. Me dolió horrible. Como si de pronto alguien hubiese prendido la luz y alumbrara el momento y el lugar en el que estaba. Ya no tenía 15 años. Ya no lo amaba, ni él a mi. Todo era una imagen de lo que fue. Y una obsesión por una idea. Me dolía. Me tiraba las entrañas, las revolvía. Me partía. Jamás volvería a ser virgen. Jamás volvería a quererlo como lo quise, ni a él ni a nadie. Tantos otros había pasado y yo tratando de recuperar con ellos lo que alguna vez sentí por el. Y no lo había logrado. El siguió y siguió. En algún momento me concentré por no quejarme más, por simplemente aguantar. Mi cara la escondí entre su cara y su hombro, no deseaba que viera mi expresión. Ansiaba terminar. Tenía que ser constante una vez más. Esto no es lo que quería. Ya por favor termina de una buena vez. Y terminó. Estuvimos tres minutos, uno acostado del lado del otro, viendo el techo sin verlo, pensando en las ganas que tenía de dejar de pensar. Quería ir al baño. Quería estar en mi casa. No debí ahuyentar a mi amiga. No debí tomar el agua loca. Mi último novio parecía más sensato en sus palabras. No debí tomarme el caballito, ni las gelatinas. Mi cabeza me dolía. Me quedé dormida.

Me levantó el sonido de afuera. Era muy temprano y yo estaba completamente desnuda. El dormía profundamente. Y así, tranquilo, respirando, con los ojos cerrados casi lo volví a querer. Me paré de la cama sin hacer un movimiento brusco o algún ruido. Busqué penoso atuendo que me hacía sentir más como una prostituta cumpliendo los caprichos del cliente que como una adolescente en fiesta de disfraces. Me quedé sentada viendo a la nada. Viendo a esa televisión que ha de tener años fuera del mercado. Pensando en que ya debería llegar a mi casa. Debería avisarle a mi mamá que voy a llegar tarde. Debí haber evitado este encuentro fortuito.

Ahí sentada, recordé lo que nunca sucedió ni sucedería. Tantas veces había pensado sobre ese momento. Tener relaciones por primera vez. Pero a los 16 años y también años después yo le llamaba, hacer el amor. Ese día le llamé coger, como más tarde le llamaría y por los años que le siguen. No hice el amor, como quería, no había sábanas blancas y limpias, velas, y una cama grande, no entraba la luz de la luna tan fuerte como para darme cuenta de que él me veía. Yo no estaba vestida linda. Y sobre todo, al final, no platicamos por horas, no hicimos planes de nada. Ni si quiera nos volvimos a dar un solo beso.

Mi primer novio se levantó, me vio ahí sentada viendo a la nada. Rápidamente se vistió y se acercó conmigo para indicarme que era momento de irnos. Fue al baño y regresó para salir de ese horrible lugar.

En el carro me costaba mucho trabajo ser normal. No tenía ganas de hablar. Tampoco de verlo. Estaba dispuesta a bajarme en ese preciso momento y caminar hasta mi casa. El decía cualquier estupidez. Hablaba sobre una película y como pronto se mudaría a la ciudad de México. Yo lo escuchaba de lejos, leía sus labios. Tenía ganas de pegarle. O mejor aún, de nunca volverlo a ver. Lo odiaba por haber contribuido a una terrible imagen de mi primera vez, y me odiaba aún más a mi.

Nuevamente en mi cama, el día iba comenzando y yo terminando de recordar todo aquello que había acontecido. Había perdido mi virginidad pero también había perdido esas primeras ganas de amar. Cerré los ojos para disimular el sueño, mi mamá entró a despertarme.

2. huele a do

La música comienza. Hemos caminado un largo tramo hasta llegar frente a aquel producto que se hace llamar músico. Aquel hombre frente a mí, sobre un escenario, en chamarra de cuero, sin cabello alguno, sin instrumento.

A mi alrededor el estruendo en los labios, brincos a destiempo, escurridas sonrisas.

Un papelito, papelititito más bien, al centro de la palma de mi mano, lo contemplo por alrededor de un, dos, tres, cuatro segundos y lo guardo. Mi amigo, aquel de gorrito negro y lentes de pasta me voltea a ver, está a unos cuantos pasos con una sonrisa cómplice, a la espera de aquella alquimia que le está por suceder… lo arrancará de mi lado, me dejará absorta en mi soledad, a la espera de su regreso y más bien él buscará encontrarme pronto a su lado y me lo exige: no la pienses, nada más métetelo.

Me doy media vuelta, mis botas negras caminan hasta detenerse en los adentros de un compartimento del baño, bajo la tapa del excusado y saco de nuevo: el papelito. Como cuando arrancas la hoja de un cuaderno de espiral y poco a poco le desprendes los pequeños pedazos que le cuelgan cercanos al margen, si tomas un pedacito de esos es idéntico a aquel que traigo dentro de mi mano.

Desde el comienzo establecí que no tomaría uno completo, ni la mitad, sería entonces la mitad de la mitad, un cuartito, nada más.

Sentada en la tapa del excusado, admiraba de cerca aquello, los restos de una hoja de cuaderno en mi boca, la compaginación de mis sentidos. Lo leí en internet y en las bocas de ciertos adictos: sentirás los colores, verás los sonidos, probarás las palabras. Probarás las palabras ¿a qué sabe la palabra conciencia? Acaso ¿amarga o seca? ¿a qué sabe la palabra dios? ¿es insípida, sinsabor… pero tal vez fresca como el agua?

Tocan a la puerta, una mujer desesperada por evacuar los líquidos que la someten a cierta estupidez no cesa de crear un toqueteo intenso, arrítmico.

Introduzco el papelito en mi boca, debajo de la lengua: hace poco lo perdí, a él, ya no lo veré, no lo voy a tocar, su loción ya no quedará impregnada en mi mejilla por el resto del día, tampoco viviré en sus ojos… alcanzó a leer frases que buscaban atarlo, encadenas retenerlo porque buscaba retenerlo. Su cuerpo perdido en las sábanas blancas en un dolor indescifrable, sumergido en morfina, lanzándolo a sus peores recuerdos y a la liberación de aquellas tajantes punzadas por cada uno de sus vellos y yo… buscaba retenerlo.

Antes de que aquella mujer accionara su revolución exigiendo mi salida, abrí puerta y sonreí.

Las botas, una a una, regresaron a formar parte de aquella masa, a un costado de los tenis de mi amigo.
Suspiré y la música comenzó a sonar por dentro, entre la piel, los huesos y las venas, iba como sangre de pies a la cabeza y de regreso, huele a do… una brisa salada al borde de los labios, sabe a re… re menor, helado de coco se disuelve en la lengua… me abraza un fa sostenido mayor y me siento pequeña, segura, cálida… de pronto el silencio se cuela por mi boca, nariz y pecho, un camino se extiende invitado mis pasos, mis botas allá del otro lado de esa puerta…

él y ellas

Entonces saliste del baño, cuántas veces regresarás al espejo con esa mirada insatisfecha, volteando la cabeza de un lado a otro a ver qué encuentras, tal vez en la comisura del ojo o de tus labios. Nada. Como siempre, nada.

Estoy incompleta, inacabada.

Lanzas tu cuerpo a la cama, el colchón es duro, recomendación del quiropráctico, el no sabe, aún así te paras y comienzas a brincar. No puedes alzarte, tu cuerpo es pesado. Es intentar participar en una carrera amarrada al talón de otra tú, mientras una da un paso para adelante la otra intenta con la misma pierna alcanzarte entonces la gravedad y luego otra vez estás acostada.

¿Por qué disfrutas el fracaso de tu matrimonio?

Piensas a qué restaurante la habrá llevado, qué vestido se puso o es de las que usan siempre pantalón, a qué huele su perfume. Te diviertes imaginando que es uno dulzón de los que lo fastidian; otras veces piensas que es uno con el toque floral, enmaderado y fresco al mismo tiempo, perfecto. Hay días que aseguras es idéntica a ti y a él no lo bajas de ingenuo, otros sabes que es una mujer totalmente distinta, alta, de complexión grande, tal vez ancha pero jamás gorda, de pelo corto, facciones finas, de manos fuertes pero limpias y cuidadas, que sonríe a medias porque no le interesa quedar bien con alguien; en cambio tú, ríes de oreja a oreja aún cuando no entiendes nada o el comentario o te molesta, le preguntas, amor qué quieres cenar cuando lo único que deseas es irte a dormir. Ella le exige su soledad.

Soy un cuerpo seco, empolvado, olvidado, no soy más que aquella silla o esta mesa.

Tal vez te guste ser la víctima, la víctima de ti, no hacer algo como reventarle el plato a sus pies, irte de la casa sin ropa y sin maletas y no volver. Cuando te propuso matrimonio sabías que el buscaba algo que no era casarse contigo pero sí un cambio. Después de la luna de miel nada cambió, el siguen en su trabajo, el sexo es igual, él abajo, tú arriba, asisten al mismo gimnasio, salen a los mismos lugares y con los mismos amigos.

No quiero que llegue, no quiero que regrese, quiero que me abandone, quiero que decida irse con ella de una buena vez.

Quieres tome la decisión por ti pero no, escuchas la puerta Carlos llegó a casa. Huele a sexo, piensas y ahora toda la casa está impregnada, te levantas de la cama, te encierras en el baño, llevas meses durmiendo en el mismo cuarto y en la misma cama y no dices lo que sientes. Carlos se prepara algo de comer, aunque de seguro cenó con ella, después de horas de sexo está nuevamente hambriento. Cómo se lo hará, te preguntas si ensayarán varias posiciones en una noche, si le hablará sucio, si se lo meterá por detrás. Carlos toca a la puerta y tú no contestas. Por qué no le dices que piensas si se lo hace por detrás, tú nunca has querido, ojalá te conteste para que te des cuenta que no se va con otra por el sexo, por eso no.

Escuchas su respiración, esa que aspira o más bien succiona el aire, todo el del cuarto. Aunque exageras, eres tú la que imaginas, por qué buscas ser una mártir. Después de darte siete vueltas y media en dos horas, por fin te quedas dormida, abrazas la almohada como si fuera tu sueño.

Sueño que abro los ojos y frente a mi un paisaje verde intenso, pasto tierno bajo mis pies, el cielo desde mi pecho hasta donde no alcanzo a ver, mis ropas ligeras son alas que expando, giro. Bailo al compás de las caricias del viento, undostres, undostres – me detengo. Allá viene él, mientras camina el cielo se cubre de nubes, Carlos está frente a mí, el cielo está gris y yo estoy desnuda ¡qué frío! Abrázame le pido y él se aleja, se aleja, allá va ¿a dónde vas Carlos?

Despierta. Es tarde, apurada te bañas sin lavar el pelo, olvidas el perfume, te maquillas en el auto, cierras el espejo del copiloto y volteas con él. Carlos tiene la mirada perdida al fondo del camino, sus manos rígidas en el volante, ya comienza a llover.

Antes eras tú, eras todo para él pero fuiste sólo un momento, corto, profundo, un hueco del tamaño de una huella que descubre el mar. Ahora son dos sombras refugiadas en el cielo de una noche sin luz ni luna y no amanece. Han llegado a la cena. Suspiras y sales del auto, caminas rápido a la entrada, no te quieres mojar.

Hola – sí sí cómo te va – tú también te ves divina – sí me encanta tu cabello – no he podido ir a la clase – vamos por un café en la semana – sonríes y la sonrisa queda congelada. Esas mismas palabras todos los días a las mismas caras de siempre, las amigas del café que son las del gimnasio; las parejas del tenis y de los viajes a Europa; los amigos de la jugadita y del golf; la comadre, el compadre. Huyes de cara en cara. El único que te interesa es el hombre regordete, moreno, sudado que pasea las bebidas y nota tu sonrisa que se va desfigurando. Has tomado de más. Allá va una mujer que te parece conocida, un impulso te lleva tras de ella, caminas con dificultad, te intercepta Carlos ya está listo para irse pero tu quieres quedarte hasta verle la cara a ella, le dices que vas al baño, te alejas.

Vas tras ella. No sabes a dónde se fue, viste de negro, y no es la única. No es rubia, es de cabello café oscuro como el tuyo, lacio como el tuyo, no muy alta como tú. El mesero pasa y cambias de copa, allá va ella, apuras el paso, sube las escaleras y te quitas los zapatos subiendo también vas por el pasillos buscándola, en dónde se ha metido, ahora sí necesitas ir al baño, abres una puerta y la encuentras, a ella, de espaldas, te disculpas estás a punto de salir pero te detienes y volteas. Su cara se asoma en el espejo. Se va la luz.

Algo sucede, dentro o fuera. Llueve afuera o tal vez adentro, en ese cuarto. No ves, no escuchas, no huele a nada pero sientes una punzada en el estómago y luego en la cabeza. El cuarto se ha llenado de agua, flotas, pasa el tiempo, se erizan tus vellos, tocas los peces que nadan ahí dentro. Regresa la luz y alguien está tocando a la puerta del baño. Le jalas al excusado, te arreglas el vestido y abres la puerta. Ahí está esa mujer o es un espejo, con la mirada te exige la salida, estás a punto de decir cualquier cosa pero no se te ocurre algo, sales del baño y ahí está Carlos esperándote, sus ojos negros preocupados.

Salen de la fiesta, entran en el carro, Carlos enciende el motor y avanza, se detiene en el semáforo abres el pequeño espejo del lugar del copiloto, todo el rímel está corrido, tu cabello está empapado, volteas a tus pies, olvidaste los zapatos. Abres la puerta, sales, y cierras la puerta, Carlos voltea, se quedan viendo, el semáforo está en verde, el taxista acciona su claxon, das varios pasos hacia atrás hasta topar con la banqueta, Carlos voltea hacia enfrente y acelera.

5. regaderas

Se ha terminado mi trabajo. Y hoy lunes cambia mi rutina. Me levanté más tarde de lo que ya comenzaba a ser normal, seis de la mañana, horario que solía causar asombro a quien lo mencionara, desayuné y me dirigí al gimnasio.

Sabía que iba a encontrarme a mucha gente, entre los propósitos de año nuevo y el remordimiento de las comidas de navidad, esperaba las caminadoras llenas, en cada uno de los aparatos fila para que el siguiente pudiera completar sus repeticiones.

Pero no, el gimnasio estaba prácticamente vacío. En lo que entré comencé a caminar cada vez más rápido para cerciorarme que la gente no estaba escondida en alguna parte del lugar, haciendo un protocolo tipo fiesta sorpresa. Me detuve un segundo y conté los días, cerciorándome de que habían pasando los suficientes para que hoy fuera lunes. La idea comenzó a gustarme, tener prácticamente todo el gimnasio para mi solita, aunque era imposible utilizar los diferentes aparatos al mismo tiempo. Me subía a una de las caminadoras y comencé a estirar. Me paré por un segundo, me dirigí hacia el estéreo, puse algo de música para acompañarme y regresé a seguir caminando. De pronto el gimnasio comenzó a llenarse. Entraban en grupos de no menos de tres personas, en su mayoría señoras. Que obligadamente hacían un comentario sobre la música al entrar, cuestionándola, el ritmo, el volumen, ¿dónde estaba el pop que sus hijos arduamente les habían inculcado?

Al finalizar mi sesión de cardio me armé de valor me dirigí al estéreo y subí el volumen de la música que me disgustaba totalmente pero que de alguna forma era mejor que el lejano cuchicheo aunado con las risas eufóricas de las señoras. Las señoras casadas, con hijos, sin trabajo, que conducen una van familiar último modelo tienen un especial modo de ser que solo entre ellas se soportan, aunque se critican más que aceptarse, pero yo no puedo con ellas, las ignoro y solo pienso y espero que falten muchos años más para que yo tenga la exacta imagen y semejanza que ellas portan. Los señores son más discretos, algunos me molestan con su sola presencia, entre querer ser amables, terminan siendo patéticos, saludan con una sonrisa que hace tiempo llegó su fecha de vencimiento, sus canas, su calva y sus arrugas desentonan totalmente con esos músculos que lucen en su cuerpo, aunque son peores los que presumen una barriga abominable, junto con una papada que al correr no sabes cuál es la que gana al temblar.

De alguna forma tal vez todos somos trágicos en el gimnasio, yo con mi ropa totalmente mojada por el sudor, y mi manera de odiar a casi todo el que frecuenta el lugar. Los entrenadores con sus malteadas de proteínas y deseos de ser un cliente más en el gimnasio exclusivo, las señoras y sus pláticas superficiales y sus pechos igual, los señores con sus ganas de no volverse viejos y otros sin poderlo ocultar, los adolescentes y pubertos que levantan el triple de peso de lo que ellos son, las adolescentes que se creen la mejor especie de este lugar, no portan arrugas, ni tampoco necesitan aún cirugías, hacen 15 minutos en una caminadora y sus glúteos conservan la forma y la altura y se mueven delicadamente al caminar. Todos trágicos y patéticos, todos conmovedores y susceptibles, entran y salen de este lugar…

Después de hacer ejercicio, esa misma rutina, la que me desconcierta, a veces, y me tranquiliza otras, cuando he estado varios días sin conocer el tiempo, sin saber de esos días, sin reconocer mi papel en la comunidad, en el proletariado, en fin, después de reencontrarme con la rutina, la que casualmente también la titula así el entrenador al programa de ejercicios que me ha diseñado, como si quisiera burlarse de la monotonía de mi vida, finalmente terminé la serie de ejercicios y he caminado hacia los vestidores, igual, como todos los días o como lo hago de lunes a viernes, entré al lugar sin saber que este día sería distinto a los demás, que iba a rompérseme mi querida rutina, no había una persona ahí en las regaderas, volteé a consultar la hora y fui en busca de mis cosas, jabón para el cuerpo y también uno para la cara, acondicionador, esponja, rastrillo y toalla, aproveché para quitarme los tenis y calcetines, y calzarme unas sandalias de plástico, nunca me ha gustado bañarme con sandalias, pero mucha gente dice que así se pasan infecciones en los pies, pero pienso si toda las mujeres que ahí se bañan utilizan sandalias, entonces quién es la que me pasará esas infecciones tan prometidos, finalmente emprendí mi camino hacia las regaderas, me detuve al costado de un espejo, mientras noté algo en el reflejo, me acerqué a buscar de qué ser trataba, algo en mi expresión había cambiado, como si también el paso de los minutos se hiciera notar en mi cara, o el paso de los planes irrealizados, sin embargo era la primera vez que veía algo así en mi rostro, me quedé viendo esperando reconocerme o alguna respuesta a ese cambio, ahí estuve un tiempo, unos segundos, o minutos, tal vez hasta diez minutos, el ruido del tic tac colgado en la pared me dio a entender que no habría respuesta y que era necesario meterme a bañar, siendo o no yo, era el momento de entrar bajo la cortina del agua fría, mojar mi cabello con agua limpia, enjabonar mi piel, sentirme lo más limpia posible, finalmente reanudé mis pasos, entrando al cuarto de las regaderas me pareció encontrar ocupada la que normalmente utilizo, entonces seleccione la de enfrente, al entrar, me sentí incómoda, entonces tomé mis cosas y me paré afuera de la que yo consideraba mi regadera medio asomándome, no se escuchaba un ruido y no había nada sobre la banca de enfrente, en realidad no estaba ocupada, entonces sobre la banquita disponible deposité mi toalla y comencé a desvestirme, me solté el cabello el cual traía muy húmedo y enredado por el sudor, mientras me despojaba de la ropa, la iba doblando para que quedara acomodada, síntoma de la herencia de la obsesión compulsión de mi madre, de tener acomodada hasta la mesa del restaurante, de pronto un escalofrío me recorrió el cuerpo, al que hice caso omiso, más bien me apuré a desprenderme de los calzones, y abrí la cortina, me inmuté, paralizada, como si el tiempo se detuviera o como si me hubiera transportado hacia la historia de un cuento y la vida que comenzaba a vivir en este momento ya no era la mia encontré a una mujer tirada, totalmente desnuda, con su cuerpo lleno de agua y de sangre, sangre con agua, su cara veía hacia el suelo, no sabía si estaba muerta, no creía que estuviera muerta, jamás había visto a un muerto ni a una muerta, entonces no hice nada mas que verla, contemplarla, como si fuera un cuadro hecho por un gran artista al que finges gran atención pero esperas más bien una explicación para poder interpretarlo, leer la pequeña reseña que aparece a un costado esperando que no sea Sin título, pero junta a ella no había ninguna reseña escrita, ni si quiera tenía un jabón o champú o rastrillo que me ofreciera alguna pista de quién es esa mujer, solo estaba ella y su cara miraba hacia el piso, de pronto pensé que tenía frío, pues yo tenía frío, me acababa de dar cuenta, pero luego pensé que si estaba muerta lo más probable es que no tenía frío, no tenía nada, y la envidié ¿qué será no tener nada? No hay frío, no hay calor ¿será como la primavera? ¿qué será estar muerta? ¿sabrá ella que aquí estoy yo?

Extrañamente no me preocupaba que me encontraran con ella, pero no quería que más personas supieran que ella se encontraba frente a mi, muerta, tampoco deseaba ya saber quién era solo quería un poco más de tiempo para contemplarla, para imaginar su historia, para siguiera cambiando el rumbo de mi historia.

Tomé una toalla limpia y me la envolví, no quería que el encabezado del periódico se titulara mujer desnuda encuentra a mujer desnuda tirada. Me senté en la banquita de enfrente, pensando, o tratando de dejar de pensar. La mujer parecía de unos 40 años, pero solo veía su cuerpo, la cara es la cual realmente me alojaría un mayor acercamiento a su edad. Su piel blanca. Su cabello corto, café claro. Tal vez la rutina había acabado con ella. Tal vez ella había acabado consigo misma a razón de tanta monotonía. Unos minutos antes había discutido con otra mujer, esa mujer con un marido que ella comparte, habían empezado a insultarse, a gritarse, a desplazarse por todo el baño, una detrás de la otra a paso rápido enfrentándola, exigiéndole el que se haya intrometido con su vida o más bien con la vida de su marido, afectándola a ella, echándole en cara la falta de sexo en su cama, la necesidad de un cambio en su imagen, el ocio en el que se sumerge todos los días, el mismo menú de comida desde hace tantos años, las clases de cocina desperdiciadas, los hijos absorbentes/molestos/ingenuos, todo en su vida se sentía tan mal a la llegada de la otra y tenía que hacérselo saber, por eso la había matado, tal vez.

La cantidad de pastillas que habían pretendido sustituir los alimentos en su cuerpo para que al fin pudiera utilizar aquel vestido que hace tanto se compró y lucía tan bien en el aparador, nunca en ella, poniéndose el objetivo de entrar en él. Y en entonces el cuerpo se había desparramado sobre el piso de la regadera, como un bote de pastillas cuando recién quieres abrirlo y debes utilizar hasta los dientes, tal vez.

Tal vez en un golpe de ilusión había descubierto que la vida está sobrevalorada y que desde siempre existe la muerte para cambiar de aires, y mientras el agua caía sobre su cabeza, su cabello y su cuerpo decidió remojarse en la muerte, deshacerse ahí mismo dejando que se escurriera toda posible explicación y cayera en la rendija con el resto del agua para viajar por el drenaje.

¿Y si no está muerta? Solo se desmayó y golpeo tan fuerte su cabeza por lo que le salió sangre. Y yo ahí sentada, contemplándola.

7. Graffiti en el baño

Ya he sido todos y todas, de regreso a ser yo, el mismo, aunque a veces quién sabe…

Comenzó a leer la mamá de Julio, siguiendo ninguna lógica. Elena estaba desesperada, volteaba a una pared y otra, resaltaba palabras al azar: sangre, desempleado, esquivar, excusa, espejismo, horrores… le costó tranquilizarse, se aferró a la mano de su esposo quien ni siquiera se molestó por leer una palabra sólo volteó los ojos, buscó los de Elena. Ella le soltó la mano y continúo leyendo, aquí estaba la respuesta - por favor - ése era su consuelo.

Otro, quisiera, pero ese, el mismo todos los días ¿cómo es posible? así nada más pasa el tiempo, así nada más soy igual.

Ya viví en todas partes y sufrí todos los errores horrores herrores orrores humanos, ya solo quiero descansar, he pensando, pienso, y no dejo de pensar, no me gusta lo que veo porque se que soy, no me gusta lo que hago porque se por qué lo hago. Aquella señora de 70 años intenta con un dulce de caramelo su dentadura no le permite saborearlo, ese soy yo, ya no quiero volver a ser, ya soy. Aquel joven de 19 acaba de recibir la noticia de que será papá, la sangre se le va a los pies y de vuelta a la cabeza, ése también soy, no quiero ser, ni repetir quien fui, ni repetir el que aún no soy pero ya seré. El desempleado, la ama de casa, el intelectual, la frustrada depresiva, el empleado insatisfecho, la mujer que nunca logró saber qué era lo que quería, el hombre de familia que se acuesta con la misma puta todos los jueves, el humano transformado en robot. No encuentro un pase que me haga esquivar todas esas realidades, llegar algún lugar, ya fui y vine, ya conocí, amé y deshice, ahora ya no quiero más, quisiera tranquilidad pero se que eso es imposible, imposible cuando sabes existe lo demás, entre el vivir a ciegas entre vivir nomás buscando la muerte porque puedes seguir haciéndote pendejo, la vida no es una cena, ni romántica, ni familiar, tampoco es un título, ni doctorado o maestría, ni escuela técnica, la vida es nada, la vida la vas inventando conforme te sientes muerto, ahora es escribir, hace rato el camino a casa, cuando estás con alguien la plática obligada. La vida es una excusa para retardar la muerte que ni si quiera parece existir, la vida es ilusión, espejismo, jamás la realidad. En el espejo te comprueba aún más que la vida es otra, otra que no es esta. La rutina es el escape de la vida, es la planeación de aquel que no desea cuestionarse. El hambre es el olvido. El sueño es la muerte en pedacitos, largos, triste-alegres, infinitos, momentáneos. Planear para vivir. Vivir para planear. Las personas como palabras, se transforman, las letras fácilmente toman otro lugar, todo con tal de existir. Todo con tal de existir. Cuando muchos han comprobado que al dejar de existir viven más.

La naturaleza dice no con su cabeza, cabeza de rama, cabeza de tormenta, el humano el menos natural tomando la tierra para hacerla suya, el bicho humano, el humano que se autonombra pero no es, el humano que se define pero no es, nunca es, el humano es una palabra y los humanos olvidamos quiénes somos.

¿De qué hablaba Julio? – pensaba Elena, era un pequeño Apocalipsis de emociones e ideas. Se equivocó, Elena no encontraría las razones, no entendería a su hijo y tal vez era mejor.

Ellos, duermen en la calle, mueren de calor y de frío en el desierto, buscando algo, el humano es otro, el humano jamás seré yo, y cómo serlo, envuelto en donde nada parece lógico. Aparatos para comer, aparatos para tomar, aparatos para sentir, aparatos para ver, los sentidos descansan en aparatos para conocer y ya nada asombra. La mamá olvida ser madre…

Elena está llorando, Elena llora no sabe por qué, no sabe qué dice pero lo siente, acaso ¿tuvo la culpa? No, ella intentó que Julio estuviese lo mejor posible, estaba al pendiente y aún sin ella ser feliz ante su hijo pretendía y ahora siente, surge y sale una frustración, antes de saber por qué, quería saber ¿quién tuvo la culpa? O no, sólo saber si ella tuvo la culpa.

el padre olvida ser padre, y el hermano copia tus gestos, y tu mueres de miedo, la realidad la crees lejos, y la llevas dentro, es difícil voltear los ojos, verte tal cual, imposible verte, jamás lo lograrás, el espejo es un espejo, tu imagen invertida, no podrás ver tu realidad, incapaz de llorar, incapaz de amar.

Imposible deletrar fe ajdajdfjdldfjlkeooqierioqeqoiwhfnncnzkfnajdnfadsfna, imposible deletrar feli ajjakjfalkdsjaoidfnmncakne0qrmmcancnonajfaoiejofiajeo
Imposible deletrar felici ajdljaflakjdoierqe9rqmcmcmziwujusjskdkfivpqprlasjdsbvb
Imposible deletrear felicidad, imposible deletrear felicidad, imposible deletrear felicidad.


Elena descubría la infelicidad de Julio. Pero Julio sonreía, siempre sonreía, pensaba Elena. Y le contaba chistes, anécdotas de lo que le sucedía cuando viajaba en metro a su casa, cuando platicaba con el taxista, cuando su jefe le confesó que sus cambios de humor se debían a unas pastillas para adelgazar que descubrió después eran placebos, cuando su novia lo dejó para irse a meditar a la India. Siempre reía al platicarle todo a Elena. Su madre se sentó sobre el excusado, pensando cuánto tiempo le tomó a Julio llenar todas las paredes de estas reflexiones ¿fueron días, horas, toda la noche anterior? No estaba segura que quisiera mandar pintar las paredes como lo sugería su esposo, más bien quería releerlo varias veces, quizá aprender las frases de memoria, entender a Julio mediante la repetición de sus palabras escritas.

Buscando identidad en el diccionario, cualidad de idéntico. Creyendo encontrar respuestas en un diccionario, definiciones, quién soy, que aparezca un recuadro con mi fotografía, con mi expresión habitual, con mi estado anímico, que me digan quién seré, qué me expliquen y describan quién he sido todo este tiempo.

Elena se sentó sobre el piso frío tenía que ponerse a la altura de las frases escritas al borde de aquella pared, Julio había llenado todas las del cuarto de su baño. Elena imaginó que tal vez todo eso llevaba una semana ahí escrito, y como ella no entraba hasta su baño, no se dio cuenta.

Hipocresía en una llamada. Imposible sincerar tu depresión a una persona que cumpleaños, hoy no se trata de mi, se trata de otra persona, y muchas otras, casi nunca se trata de mi, nunca quiero que trate de mi, me molesta ser yo, ése, el que llama la atención, soy uno más, del otro lado existen otros y yo sólo cumplo siendo uno más en mi país, ni empleado estoy, no, empleado no soy, jamás estaré, mi empleo no me emplea, mi trabajo se reduce a que yo me convierta en un muñeco de cartón que realiza las mismas actividades copiar pegar copiar pegar que el mundo se va a acabar, mi capacidad se reduce a nada, tarde me di cuenta que escogí la peor actividad en cual prepararme. Pude haber elegido otra profesión pero jamás me he creí capaz y hoy aún sé que no soy capaz de seguro no fuera capaz como doctor, como ingeniero o agrónomo. He llegado al borde, al punto de la nada, nada significa todo, nada significa nada, todas son construcciones desde adentro, desde afuera también me han construido de esta manera, y todos los días intento deconstruirme para volverme a construir y cierro mis ojos por las noches en el intento fallido de mi construcción diaria, todos los días es lo mismo, en qué momento cambiará esta condición, tal vez… tal vez nada, tal vez termina en nada

Elena quiere seguir leyendo, abre los compartimentos del mueble del baño, busca adentro de la regadera, atrás de la puerta, sale al cuarto y saca la ropa del clóset, aventándola encima de la cama, pero el resto de las paredes son blancas. Le queda claro las razones que tuvo Julio para quitarse la vida pero ahora no las acepta quiere encontrarse con palabras de arrepentimiento alojadas en algún lugar secreto. Elena mueve los muebles de todo el cuarto, tirando la lámpara de noche, los libros de los estantes, hasta la computadora del escritorio. Llega su esposo a retenerla. Elena llora toda, empuja a su esposo, se dobla en dos hasta hincarse en el piso. Ya no hay misterio, Julio se mató por un día de revelación.

8. tallar las caricias

Al llegar a casa, bajó del carro, cerró la puerta, caminó hasta la otra introduciéndose por la entrada principal, cerró ésta, dejó las llaves sobre la cómoda, suspiró, caminó hasta la cocina. Ahí parada se detuvo, pensó si tenía hambre, sed o algo tendría que hacer. Fue hasta el refrigerador lo abrió innecesariamente, lo cerró, lo mismo con el congelador y recordó sacar el pescado para preparar al día siguiente. Al cerrar esta segunda puerta, se quedó frente al aparato en funcionamiento como si éste le fuera a confesar algo. Nada le dijo entonces se fue a su cuarto. A la entrada tenía ganas de tirarse a la cama navegar por los sueños, olvidarse del día, la noche y el día siguiente. Pero ahí estaba toda esa ropa que ocupaba el terreno onírico. Se quitó los zapatos y fue hasta el baño. Se encontró con ella misma de frente mirando ¿sería capaz de dejar correr las lágrimas? o ¿continuaría pretendiendo (hasta para ella misma)? Soltó su cabello sintiéndolo entre los hombros y el cuello. Se despojó de la chamarra y el suéter negro. Desabrochó el cinturón viéndolo por el reflejo y dejó caer los pantalones grises que detestaba, aquellos que solo usa para trabajar sino no jamás los hubiera comprado. Ahora los calcetines. Enseguida la blusa de tirantes blanca, desabrochó su brasiere, bajó el pedacito de tela que cubría su sexo. Al levantarse se encontró con el olor a él. Trataba de capturar esos destellos de aquel perfume masculino, pero solo venían como olas de un mar caprichoso. Como cazando mariposas buscaba con su nariz terminando en falsos intentos. Se acercó a la regadera, dio vuelta a la perilla del agua caliente y esperó. Tardaba tanto en llegar la temperatura indicada que se puso a pensar en lo ocurrido hace algunas horas. El agua corría. Y ella pensó en los labios de él. El agua corría. Y ella escuchó su voz y su nombre. El agua corría y llenaba el baño de vapor. Ella sintió sus manos en la cintura, la espalda, sus pechos. El agua corría, el vapor empañaba el espejo, el agua corría. Sobre ella, el cuerpo de él, delgado atlético perfecto. El agua corría empañaba el espejo, las lágrimas surgían al borde de sus ojos, y entonces entró a plantarse bajo el chorro confundiendo aquella que caía con la que de sus ojos brotaba. Se empapó el cuerpo. El cabello escurría en su espalda. Tomó la esponja la llenó de jabón olor a mango y esperó. El agua corría, empezaba en su cabeza, bajaba por su cara y cuello, delineaba sus pechos, formaba arroyos en su espalda que descendían hasta las curvas de sus nalgas, unas pequeñas cascadas desembocaban en el suelo mientras otros seguían el camino por sus muslos, piernas, terminando entre sus dedos, uniéndose finalmente con el charco en el mosaico, limpiando olores y... El agua corría, la esponja en su mano a punto de atacar, de borrar caricias, el estremecer de un cuerpo. Pensó en las ganas de una mascota que la recibiera en perpetua felicidad, llevaba meses queriendo tomar la decisión y no lo hacía. La esponja ya estaba funcionando, iba y venía por el vientre y los costados, entre las costillas y hacia el cuello, la espuma la abrazaba en consuelo. Gruesas líneas paralelas en una pierna y luego la otra. Entre los dedos de un pie, una mano y los contrarios. Entre el sexo, las nalgas, la espalda baja y lo que alcanzaba de la alta, los brazos, antebrazos, bajo ellos, entre los pechos. Sobre ellos, bajo ellos. Dejó la esponja y vestida complemente de blanco, y un olor a mango se lanzó bajó el chorro abandonándose a gotas de olvido. Las lágrimas creaban círculos en la coladera junto con los hubieras y deseos. El agua corría y formaba con ella un solo cuerpo. Llenó su mano de champú e hizo figuras con sus cabellos, como de niña, unos picos hacia arriba que vivían tres segundos. Pequeños chongos que se deshacían como el pan en leche caliente, dejando un velo de seda negra enjugando la espalda. El agua corría y de pronto cesaba, abandonándola. Tomó una toalla blanca que cayó cubriéndola como víctima de incendio. Salió y su silueta vio al espejo, secó su velo, su cuello, su anhelo y dejó caer… descubriendo su desnudez. Como si se viera por vez primera, se contempló largamente, mientras el espejo le daba forma y deshacía la nube en que estaba alojado. Peinó sus cabellos. Lavó sus dientes. Formó una falsa sonrisa sintiendo el sabor a invierno y salió al cuarto. Tomó la orilla de la colcha deshaciendo la cama, lanzando las prendas de ropa al vuelo, se integró entre las sábanas y durmió desnuda alcanzándose en sueños.

9. viñetas

Viñetas

• Frente a la puerta, tomo la chapa y me detengo, volteó hacia el letrero, leo Damas.

• Doy vuelta a la chapa, entro, camino, uno, dos, tres, cuatro pasos. Todas las puertas están abiertas y todos los lugares ocupados.

• Camino, cinco, seis. En el primer compartimiento. Una mujer, pelirroja natural sentada sobre la taza, llora… llora, llora, llora sin parar, voltea con sus ojos negros escurridos, perfección desalineada, lágrimas mezcladas en el borde de sus labios, tose y sigue desbordándose en lamentos, me volteo y sigo al frente.

• Siete, ocho, giro la cabeza descubriendo el siguiente espacio. De espalda, en vestido negro, un escote en V donde brota una línea curva, la columna hasta el cuello, los huesos brillan, escapan de su piel. Ella está doblada con los pies paralelos entre el escusado, detiene su cabello negro y revienta, vomita, vomita, su boca totalmente abierta, deshaciéndose por dentro. Se detiene y aún sujeta a la taza gira su cabeza, haciendo contacto, mis ojos con sus ojos con las venas rojas reventadas cubiertas de una capa cristalina, exhala humo de las narices, un olor a pescado muerto. Prosigo.

• Nueve, diez y una mata de cabello no me deja adivinar. Caen gotas de sangre, caen. Ella, acurrucada, hundiéndose su barbilla en el pecho, se recoge adhiriéndose al blanco frío marmolado de aquel asiento. Alza la cara, llevando su cabello a la espalda, aparecen unos ojos verdes azulados. Sus manos, la derecha como garra se aferra al muslo; en la izquierda lleva una navaja, larga y lisa que se ha manchado y a la que regresa la vista para seguirse dibujando finas líneas carmesí entre el otro muslo y un poco más arriba.

• Once y doce, en el último lugar, un ser de dos cabezas, un siamés vuelto sirena, dos cuerpos siendo uno, luchan al unirse y se unen en una lucha. Cuatro manos revuelven las caricias, cuatro labios se besan y se alejan, cuatro ojos coinciden, se encuentran, se abren, se cierran. Estoy de frente, no quito la mirada, siento aquellos cuerpos como el pulso en el cuello, vibran en mi piel, me llevo la mano atrás de mi cabeza, doy media vuelta.

• Doy cuatro pasos hasta el centro de aquel cuarto, estoy frente al espejo y atrás un Van Gogh que desprende un rojo escarlata, un Renoir al que se le escapa un azul en varios tonos, un Miró que disuelve en blanco, un Dalí que lanza amarillo intenso nacarado, todo el cuarto en tornasol, y destella y ciega el blanco.

• Una a una, se abre cada puerta.

• Sale la mujer de pelo cobrizo con los ojos contornados.

• Abre lento, la del vestido negro, la segunda puerta.

• Una mirada azul verde, con las piernas cubiertas por una falda larga camina al espejo.

• Dos mujeres de la mano una detrás de la otra llegan hasta el lavabo, una saca el labial, la otra se aplica polvo.

• Camino al secador de manos, las extiendo frente a mí, se prende el estertor del falso viento, mojadas aún las dejo caer a mis lados. En unísono todas comienzan a reír, hablan, conversan, sonríen y se halagan.

• Un último vistazo y ellas siguen en su papel.

• Camino a la puerta, tomo la chapa, la giro y jalo, salgo.

• Un, dos, tres, me detengo, volteo y en la puerta continúa el letrero Damas.