martes, 19 de julio de 2011

poesía para principiantes

Te tienes que reír. Y es que por fin te has decidido a leer algo de esto y como no tienes algún conocimiento formal (ni informal) sólo has escuchado algunos nombres que supuestamente son mayores en el tema: Neruda, Sabines, García Lorca, Sor Juana y termina la lista. Pero no sabes si las 20 canciones de amor son de Sabines o de Lorca ¿Lorca es mexicano? O Sor Juana o Neruda o todos son mexicanos, qué orgullo, tanto poeta mexicano. Te gusta esta ingenuidad o mejor, ignorancia. Puedes consultar los nombres en la red y listo, wikipedia te lanza sus obras más importantes, su fecha de nacimiento y lugar, hasta sus parejas por época, pero no, deseas algo menos acartonado, una señal, éso, una señal de por dónde empezar a leer. Tomas el micro hasta Bellas Artes y caminas a la avenida Donceles. Después de recorrer tres cuadras dicha calle decides regresar a la primera librería en donde no hay libros en el suelo, donde parece que existe un cierto orden. Pides a la señorita que te lleve a la sección de poesía, ves el letrero escrito con plumón negro y cubierto de plástico, insertado entre dos anaqueles superiores, pegado a una delgada barra de madera. Te acercas a menos de un brazo de distancia de los libros, cierras los ojos y recorres los estantes, de izquierda a derecha, de arriba hacia abajo. Ya estás en el penúltimo anaquel, piensas que ninguno te llama la atención y en eso lo sientes, te detienes, regresas la mano, y abarcas todo su grosor ahí incrustrado entre otros dos libros y luego muchos más en paralelo, lo extraes, una pasta dura, cuyo relieve tosco te recuerda a los detalles que tienen los edificios de la colonia Roma, los cuales no son estrictamente rectos o lisos. Abres el libro sin abrir los ojos, lo acercas a tu nariz, inhalas el sentido de llamar a estos lugares "librería de viejo", dato del cual te enteraste hace poco y sin querer, como llegan este tipo de detalles. Entregas el libro a la mujer de la caja. Ella ve el ejemplar, lo abre, lo voltea, se fija en una pasta y en la otra y detiene sus ojos unos segundos en ti. Piensas que muy pronto tendrás una cualidad más, en ti, en tu persona, te regodeas en el pensamiento de "yo leo poesía". Haces el esfuerzo de no voltear hacia el libro cuando ella te dice el costo, una buena cantidad considerando que es un libro usado, tal vez es una reliquia, un ejemplar único, no hay espacio para dar marcha atrás así que le das tres billetes, te entrega el libro en una bolsa y sales. Estás a punto de sacarlo pero mejor buscas un café, te propones a leer por lo menos 30 minutos para empezar.

Entras al recinto elegido, un lugar con jardín central y una fuente. Es perfecto. Te sientas en una mesa con cuatro lugares pero como el lugar está vacío no importa. La mochila en la silla a tu izquierda, te desparramas sobre la tuya, tomas la bolsa con el libro-viejo nuevo y se posa el mesero a tu lado. Desde los zapatos al pelo engomado parece agente Bond, con algunos kilos, te enderzas en la silla y pides un capuchino, no, mejor un café negro. Bond te deja el menú al cual no puedes evitar echarle un vistazo. Regresa 007 con una taza blanca humeando, le preguntas sobre el menú del día, se te antoja, pero piesas que es mejor comer después de los 30 minutos de lectura no vayas a manchar el comienzo de una biblioteca en casa. Tomas el café, le soplas y le das un trago, soportando el amargor caliente, negro, despiadado. Te recuerda a la primera vez que probaste la cerveza y pensaste por qué les gusta esto a los adultos. Al segundo trago vuelves a hacer una mueca y buscas al agente para pedir un poco de leche, le agregas tres sobres de azúcar y por fin disfrutas el tercer trago. Dulce-leche con café. Sin más sacas el libro y lees el nombre del autor: Schiller ¿Neta? piensas, no creíste que en aquella colonia fresa la calle fuera de un poeta y luego recorres otras pensando si todos son poetas ¿Horacio? ¿Homero? ¿Arquímedes? Este último te parece más un científico que un escritor, pero no sabes, en fin, sonríes para ti no sé por qué y después abres el libro. Lo hojeas. Te vas a la portada, al índice, al final. Pasas una, dos, 46 páginas. Comienzo y final otra vez. Y lo dejas abierto en el medio, ahí, absorto tú, entre las páginas, incrédulo. No lo puedes creer, no lo puedo creer dices entre dientes, y sueltas una risa como estornudo, volteas con el mesero-agente como si él se diera cuenta de todo. Intentas leer: Shaut her! Nie wird die Bühne leer:
¡Todo en alemán! todo el maldito libro está en alemán. Por fin te has decidido y terminas quedando más estúpido de como empezaste ¿es posible? Tal vez si vas de regreso a la librería, le explicas tu distracción a la señorita, estupidez me corriges, estupidez que ellos entenderán porque no sabes ni una sola palabra de alemán, porque jamás a leído poesía ni siquiera en español y deseas regresar el libro por otro y que te recomienden algo, sencillo para empezar.

Te ríes porque aparte el maldito libro, sí maldito, te recuerda a tu ex novia, la maldita fresa que vive en esa calle, Schiller, y en la que ahora no puedes parar de pensar. La maldita zorra también está en la poesía alemana. Era eso por lo que te reías. Ahora piensas que es una señal, que debes ir a buscarla aunque lo último que supiste de ella era que su mano derecha intentaba atravesar la línea del pantalón de otro mientras con la izquierda se aferraba al bíceps de aquel hombre y su lengua dentro de su boca ¿por qué la poesía te invita a buscarla? Acaso, será necesario que regreses con la mujer que peor te ha tratado para que entonces comiences a entender la intención de cada frase, que duele, quema, arranca. Relees: Shaut her! Nie wird die Bühne leer.

No. Dejas el dinero del café sobre la mesa y de regreso a la librería, te tardas dos o tres explicaciones de lo mismo para que aquella enana cuatro ojos te entienda, no entiende la hija de su... como casi nunca nadie entiende la estupidez del otro, y a veces es necesario volverse un estúpido o estúpida para entender: ¿eh? ¿cómo? ¿de qué hablas?

Sales con un nuevo libro-viejo bajo el brazo, ya no busca un café y hasta has pedido un taxi para regresar a casa, no hablas con el taxista en todo el trayecto, un gracias y cierre de la puerta. Te tiras sobre el sillón, abres una coca, le das dos grandes tragos y comienzas a leer: Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Después de trece minutos ya habrás cerrado el libro, dejándolo a tu izquierda para más alrato y buscarás el control para prender la televisión a ver qué hay.

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