jueves, 7 de julio de 2011

(Y la toqué)

Cuando el viejo cayó fue un Domingo lluvioso. Acababa de pasar el chubasco y yo de salir libre de aquel restorán. Abrí y cerré el paraguas, ya que después de aquellas grandes gotas esta brisa no era para cubrirse. Crucé al viejo mientras cerraba el paraguas y lo amarraba con la cinta y luego escuché el golpe hueco, me detuve, voltee y ahí estaba el tirado boca arriba con las piernas y los brazos medio levantados como cuando ya la cucaracha está resignada a que no podrá voltearse entonces deja de mover sus patas, pero luego llegas y la empujas con la puntita del pie y empieza de nuevo con todas sus fibras a tratar de voltear su cuerpo.

Así estaba el viejo ahí tirado en la avenida Popocatépetl. Entonces mis botas quedaron a la altura de su panza, juntitas en una posición de firmes. Estaba por tomarlo del brazo pero mejor me puse en cuclillas y le vi los ojos de cerca, ojos azabache iguales a todos los de los viejos del campo y sus pies de tierra seca, de meses sin lluvia, con las uñas largas y amarillas, curveadas y gruesas. El hombre empezó a moverse y a poner palabras entre dientes. Yo aún no lo tocaba, sólo lo veía, tal vez él piensa que me estoy saboreando cada segundo que el forma parte del concreto, volteo a ver a mi alrededor caí en cuenta que seguimos solos, el tirado, yo de frente y sobre mis rodillas.

Es mi oportunidad pensé, he estado cerca de personas como él pero nunca tan cerca como para tocarles la cara. Y le dije: señor ¿cree que le pueda tocar la cara?; el dijo varias, muchas, cosas entre dientes; acerqué mi oído derecho pero no entendía una sola de sus palabras y otra vez pero con señas le dije y le mostré mi mano y luego la acerqué a mi cara y me toqué la cara y la seguía tocando confirmando que era mi nariz y mis cejas, que era mi boca y luego acerqué las manos a sus mejillas, morenas, como cajeta quemada, con una buena constelación de lunares, sigo acercando mis manos hasta que siento esa piel morena grasa, el hombre se ha quedado en silencio, viéndome, y otra vez, comienza el balbuceo, sus ojos son de súplica y cuando me doy cuenta de ellos retiro mis manos y volteo hacia arriba, unas tres mujeres con unas dos crías y dos niñas me ven, y una dice con una voz medio chillona y espaciada: está asustado, no habla español. Me levanto rebasando la altura de las mujeres y las crías, y me acerco a levantar al hombre y el dice un montonal de cosas que ella, la líder del grupo responde y luego se pone enfrente de mí y me dice que ellas lo levantarán, entonces dos de un brazo y otra del otro toman al viejo y lo levantan, la niña le da el sombrero que es el autor de la circunferencia perfecta en su cabello blanco y lacio, la otra le da el bastón que él sujeta para irse apurado al sentido contrario de donde yo estoy. Le digo a la líder: dígale que no le quería hacer daño, sólo le quería tocar la cara. La líder me ve y le dice algo al hombre que ya va muy encaminado. Le pregunto: de dónde es él, ella me dice que no sabe pero que habla mixteco igual que ella, le pregunto de dónde es ella, de Oaxaca me dice. Me quedo en silencio, y luego me cuenta que un señor de aquí invitó a su casa una vez a un señor de allá, viejo como el que estaba ahí, lo golpeó y por poco la mata. Vi a la mujer y le dije tratando de que notara mi intención que realmente no quería lastimarlo, pero de seguro lo hice, nada más así, tocándolo. Las mujeres se estaban yendo, detuve a una de las niñas y le compré un cigarro. Llevaba un mes y medio sin fumar, y cada cigarro que fumo me lo recuerda.

Me senté sobre la banqueta y se vinieron varios pensamientos como la lluvia, traía el paraguas sujeto con fuerza en la mano izquierda, se mojaba el cigarro y pensé: españoles e indios, conquistadores y conquistados, ciudad y campo, mujer y hombre, bueno y malo, insecto y humano, verdad y miedo, víctima y violador, vida y muerte. Tal vez fui el español y conquistador, la ciudad en la cual trataba de pasar desapercibido pero que cuando se daba cuenta de su vulnerabilidad venía contra él a quitarle lo puro del campo, el hombre malo que viola por miedo, condición humana buscando la muerte en el otro para obtener la vida en sí mismo.

Me atreví a tocar la cara del viejo como si fuera su esposa, aquella que tal vez dejó en algún otro punto de la ciudad, sin una palabra de español, sin paraguas, sin sombrero, o tal vez la dejó en el pueblo al que sólo se puede llegar después de horas de andar caminando, o tal vez ya la enterró, pero ella había sido la única y la que por última vez le había tocado la cara, y su cara había sentido por última vez sus manos y ahora todo eso se fue al carajo porque llegué yo y la toqué.

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