domingo, 6 de marzo de 2011

otro azorín


(Y aún) en la ciudad de México, a tantos


Un miércoles cualquiera en algún restaurante-bar de cierta zona de la ciudad de México me reuní por primera vez con un antiguo maestro de literatura, maestro actual pero ya no mío. Su clase era mala pero se podían rescatar las excelentes referencias sobre qué leer en la rama de la literatura nacional. Mis expectativas sobre la posible conversación eran altas.

Al llegar a dicho recinto nocturno, pedimos cada quien la cerveza de su preferencia, con pocas opciones, ya que como sabemos la mayoría de los bares en el país están asociados con cualquiera de las dos únicas casas cerveceras y es por medio de ellas como el permiso para vender alcohol se facilita, uno de los tantos círculos viciosos dentro del comercio de México, en fin: una negra modelo y una pacífico.

La conversación comenzó en torno a banalidades, hace un año no nos frecuentábamos aunque la situación de cada uno en el fondo era la misma, yo como ansiada escritora y él como frustrado maestro. La plática iba a cualquier parte, cambiaba de rumbo, de tema, a veces sobre literatura, otras sobre cuestiones personales, familiares, amorosas, sin embargo, había un obligado retorno a las letras: sobre qué texto estaba trabajando él o yo; escritor o escritora favoritos; libro en turno; anécdota sobre tal escritor, chismorreo sobre otra.

La anunciación de lo que es ahora el objetivo de esta reseña sucedió al generar una expresión (mía) que lo hizo brotar en risas, textualmente mis palabras fueron: “yo no se si me voy a dedicar a la literatura pero no pienso dejar de escribir (y menos de leer).”

Su reacción fue de una claridad latente, no me afectó, al contrario, me hizo erguirme y llenarme de energía para continuar con más fuerza aquello que promulgaba.

Él es otro Azorín en los vestigios de la muerte de su voluntad. El maestro tenía dos hijos con una mujer extranjera con la cual finalmente se había juntado, no casado, ahora estribaba entre mudarse a otro continente tomando un año libre del trabajo o refugiándose en el limbo de su exagerada carga laboral con algunas visitas a aquel país del que ahora sería residente su familia. Llevaba tiempo sin escribir y comentó en más de tres ocasiones la cantidad excesiva de trabajo y la dificultad por concentrarse en la búsqueda de su literatura dentro de su casa, no obstante tenía el tiempo para salir a charlar de nada con una antigua alumna.

Para no alargar más la anécdota, el cuento o la introducción a la reseña, el final (predecible) fue la imagen de una mujer que salía azotando la puerta del copiloto de un auto y sonriendo a las espaldas del conductor, caminaba firme y recta hasta su entrada mientras el otro con las manos sujetas al volante observaba como se iba aquella posibilidad de una noche de sexo casual y la voluntad que alguna vez también había sido suya.

Dentro de la novela La voluntad de Azorín la muerte pasiva del protagonista termina por ser el inevitable auto sabotaje de su voluntad. Este desdoblamiento del autor al generar ciertas cartas describiendo la situación en las que encuentra su personaje trasgrede lo escrito y genera una sensación nata de frustración. Es en las cartas a Pío Baroja incluidas en el extracto del epílogo donde Martínez Ruiz representa la situación y el terrible final, tal vez mejor hubiese sido la muerte, de Antonio Azorín:

“Yo no sé al llegar aquí, querido Baroja, cómo expresar la emoción que he sentido, la honda tristeza que he experimentado al hallarme frente a frente de este hombre a quien tanto y tan de corazón todos hemos estimado. Él ha debido también sentir una fuerte impresión. Nos hemos abrazado en silencio. Al pronto yo no se qué decirle. Él me ha presentado a su mujer.” (p. 288)

Lo monstruoso de estos fragmentos es que fácilmente podemos compararlos con algunos de los primeros de la novela La voluntad, donde Azorín está convencido de que la única manera de cumplir con la esencia del ser, de obtener la plena sensación de vida, todo mediante la acción:

“- ¡No, no! ¡Eso es indigno, eso es inhumano, eso es bochornoso!... ¡El reinado de la Justicia!... ¡El reinado de la Justicia no puede venir por una inercia y una pasividad suicidas! Contemplar inertes cómo las iniquidades se cometen, es una inmoralidad enorme.” (p. 118)

El maestro de mi anécdota, maestro frustrado lo etiquetaré, tiene un blog en donde solamente publica frases, entrevistas y pedazos de textos de los “verdaderos” escritores, nada suyo. Me ha dado a conocer que de lunes a viernes a las 9:00 horas lleva a sus hijos a la escuela y ahí se encuentra con otros que “pudieron” o “solían” ser escritores, se saludan de lejos y como autómatas recurren a la abulia de sus días.

El texto de Martínez Ruiz es la bola de cristal de lo que sucedió con el verdadero Azorín, con el mismo Martínez Ruiz. Lo sorprendente es que tuvo la capacidad de desarrollar el proceso dentro del personaje en donde es un personaje ingenuo que desea cambiar la realidad, luego entiende las peripecias de ésta y se debate entre la acción y la inacción, finalmente se refugia en una somnolencia que si bien lo permite vivir, él sabe que en el fondo está como una vela humeando.

Todo esto lo refleja José Martínez Ruíz cuando apenas comienza él mismo con dicho proceso.


Bibliografía

Martínez Ruiz, José (1968) La voluntad. Edición de E. Inman Fox; Clásicos Castalia. España: Segunda edición.

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